"Yo no he muerto en México" (novela)

sábado, 20 de abril de 2024

ATEOS DEL ARTE (1 DE 3)


Llevo tiempo buscando una imagen o metáfora que resuma didácticamente el estado actual de la literatura y quizá de todo lo que consideramos desde hace siglos como formas artísticas y creo haber encontrado una modesta solución a mi problema. Lo conseguí de manera casual, gracias a una fotografía que se hizo famosa por otros motivos, pero que para mí tiene un significado que se puede extender sin dificultad. Me refiero a la fotografía, ciertamente singular y más cómica que dramática, del atasco de alpinistas en la falda del Everest. La fotografía denunciaba riesgos futuros de accidentes por un colapso peligroso de aventureros, pero enunciaba también un sencillo problema de masificación y por tanto de devaluación: ascender al Everest se ha vulgarizado y ha perdido así una buena parte de su carga heroica. El resultado de todo ello es que el alpinismo parece gentrificarse pero al mismo tiempo se banaliza como objeto de consumo insospechadamente fácil, al alcance de muchos más que en el pasado. Podría decirse que la gesta se ha democratizado gracias a los avances de todo tipo, y que ese es un signo de progreso inequívocamente objetivo desde el punto de vista global. Pero también es cierto que la pérdida del sentido minoritario y exclusivista parece restarle audacia al proyecto, e incluso le infunde un cariz cómico de cola de supermercado. El Everest ya no es lo que era, podríamos decir con melancolía convencional.

Yo diría que el significado de la fotografía puede extrapolarse sin dificultad al terreno del arte y muy especialmente a todos los géneros basados de una manera u otra en la ficción. El arte tampoco es lo que era. La competencia para alcanzar el destino “glorioso” del arte se ha masificado y vulgarizado hasta dimensiones grotescas. Ya sabemos que nadie lee porque todo el mundo escribe (aunque escriba un espantoso rap, y perdón por el pleonasmo) y hay en potencia tantos escritores como entrenadores de fútbol: algunos gremios han sido especialmente pestíferos, como los presentadores de televisión o los expolíticos metidos a artistas, que aprovechan su popularidad para sacar unos buenos royalties mientras pudren la cultura con sus mediocres productos.

Así, asistimos a una incontinencia artística masiva y todo el mundo cree que tiene algo interesante que decir (y si no lo publica, se lo tatúa en la piel). El viejo ideal vanguardista de unir arte y vida se está consumando pero de una forma inesperada y caótica, como simple corolario de la democracia y la masificación. La autoedición, los talleres de escritura creativa, los blogs, las redes sociales, el negocio floreciente de la literatura infantil, las novelas gráficas, las nuevas series de televisión y los concursos literarios han creado incluso en un país como España una cornucopia de sedicentes artistas que se suman a los tradicionales poetas, dramaturgos y narradores. Los bookstagrammers, liendres obsesionadas por el marketing y pasmosamente ignorantes no solo de la historia de la literatura, sino de las mínimas reglas de la ortografía, constituyen probablemente la peste más expansiva, pero, en general, la hipertrofia de ficciones (y relatos no ficcionales, por supuesto, porque ahora parece que para algunos la literatura es una rama menor del periodismo o de la historia o, peor aún, de la confesión de sacristía) ha saturado la demanda hasta el punto de que, como es lógico, no hay capitales para todos, lo que está generando un nuevo perfil psicológico de narcisista frustrado que podría incluso dar lugar sin demasiado problema a un partido político, una especie de PACMA de la mala literatura.

Al mismo tiempo, la autodefensa de los artistas profesionales que vivieron las vacas gordas de la democracia española y que están obsesionados por no perder sus beneficios les lleva a extremos patéticos en defensa de sus intereses, sospechosamente coincidentes con los de sus financiadores. Los supuestos defensores de la cultura defienden, en realidad, su puesto de trabajo, cosa que estaría muy bien, salvo porque a menudo se olvidan del resto de trabajos de la sociedad y confunden cultura con profesionales de la cultura. Esos artistas habían logrado lo que parecía el sueño secular en un país como España: una profesionalización cómoda, que incluía los truquitos habituales a Hacienda y algunas servidumbres aceptables hacia los medios de comunicación, sobre todo si eran medios modernos y “de izquierdas”. Creyeron que su progreso como gremio les exoneraba de morder la mano que les daba de comer (comer muy bien) y además era un ejemplo del progreso de la España europeísta, socialdemócrata en lo moral y neoliberal en todo lo demás, rendida a la veneración de la plusvalía (con un lema implícito: ¿qué hay de malo en ganar dinero?). Las vacas gordas, por supuesto, tentaron neocolonialmente a muchos artistas latinoamericanos, que desde finales de siglo XX buscaron en España afanosamente el aroma de un nuevo “boom”. Todo tenía su lógica, y nadie lo dijo con más acierto que el bueno de Roberto Bolaño -el último maldito, junto con Foster Wallace- cuando le preguntaron de dónde procede la nueva literatura latinoamericana: “Viene del miedo. Viene del horrible (y en cierta forma bastante comprensible) miedo de trabajar en una oficina o vendiendo baratijas en el paseo Ahumada”(“Sevilla me mata”, Palabra de América, Barcelona, Seix Barral, 2004, p. 19). No hay mejor síntesis de la literatura del nuevo milenio, sobre todo en el caso latinoamericano -aunque en el caso español, yo diría que la mejor síntesis es el glorioso sketch de Muchachada nui sobre Javier Marías y Arturo Pérez-Reverte, mucho más lúcido y valiente que toneladas de papers timoratos e inanes-.

Es cierto que el sistema literario más o menos institucional (editoriales, críticos, escritores hegemónicos) mantiene algunos de sus privilegios, pero sus costuras amenazan con romperse ante la presión de toda una turba de sedientos de egocentrismo que llaman a las puertas y exigen el reparto de nutrientes artísticos para alimentar sus almas necesitadas de lo que creen que es trascendencia estética. La expansión de la sociedad escrituraria está creando una obesidad mórbida de la cultura, perfecta para el consumo descontrolado pero con el riesgo de una probable indigestión o incluso una bulimia cultural como la que a algunos nos ataca de vez en cuando. Además, otros síntomas de la salud cultural también son alarmantes: la degradación retórica, moral e intelectual de la prensa (tan visible en España en el nuevo siglo, donde lo mejor para estar informado es no encender el ordenador o el móvil), la concentración empresarial propia de un capitalismo que cada vez parece menos salvaje -aunque lo siga siendo- y que impone sus reglas cada día con más facilidad, la instrumentalización de una educación a la bolognesa que embrutece con criterios neoliberales y no humanísticos, la desorientación de una izquierda política llena de contradicciones y, no lo olvidemos, la docilidad de un mundo académico atemorizado y precarizado. Volveré sobre algunas de estas cuestiones más adelante, para analizarlas con algo de calma, pero basta por ahora recordar lo que significan, si no como distopía, sí al menos como señal de peligro. Por eso quizá la solución a tanta indigestión cultural radique en hacer metafóricamente lo que jamás haría yo literalmente salvo por razones de vida o muerte: someterse a una cierta dieta, desconfiar de la nueva cocina cultural y sus cantos hedonistas de sirena, es decir, su logorrea.

Porque hay muchos libros que leer y releer y quizá menos libros que valga la pena escribir o publicar (quizá estas mismas líneas tampoco). Porque todos nos hemos creído que podemos ser artistas e intelectuales igual que somos clientes que opinan en la red sobre un producto recién comprado o la calidad de un restaurante. Porque el culto al individualismo narcisista está consolidando la fantasía delirante de que todo está al alcance de todos de la misma manera que todo está en Google. Y lamento decir que no es lo mismo: información no es conocimiento, Dulceida no es igual que Emilio Lledó y no todo el mundo sabe de arte. Un youtuber no se diferencia mucho de los viejos cursos por correspondencia CCC para tocar la guitarra y no sé quién en su sano juicio se dejaría operar de corazón por un médico que no haya pasado rigurosos y estresantes exámenes; pero poco importa eso al parecer, porque la vida es corta y todos tenemos derecho a cumplir nuestros sueños según este concepto de la vida como carta permanente a los Reyes Magos. El ciudadano de hoy es poco más que un accionista –es decir, un inversor- de la vida, y le encanta invertir en el negocio de su arrogancia, en la construcción de su ego, convencido de que puede consumir lo que quiera y de que la vida misma es una gran carta-menú para elegir.

A ese sobrepeso cultural hay que añadir el efecto de las redes sociales, que maximizan la vanidad intelectualoide y convierten en tumefacto el espíritu crítico. No todo es, por supuesto, negativo en las nuevas tecnologías de la comunicación; pero el balance en mi opinión está lejos de ser positivo, o de ser tan positivo como parece cuando los medios, no entiendo por qué, se hacen eco de los tuits de cualquiera por su supuesto ingenio o por su relevancia sociológica, como si fuera ultrademocrático dar voz a los tuiteros. Sin necesidad de insistir en cutres neologismos como el de posverdad (¿es que no sabemos crear conceptos sin prefijos adocenados que en seguida se vuelven obsoletos?), parece evidente que las redes sociales han servido de altavoz para el eructo mental, el totalitarismo larvario, el grafiti de lavabo y la chulería carajillera de barra. Algunas veces el nivel sube y se comparte información útil o aparece algún donaire original, pero lo que más abunda en promedio es el picoteo discursivo, la fragmentación y la superficialidad de los textos comprimidos o descontextualizados, el desinterés por las mediaciones históricas del conocimiento, y en general la atenuación de la siempre incómoda razón crítica, que se ve sustituida por una alegre razón de consumo en la que el lector disfruta leyendo a los de su bando y se indigna leyendo a los contrarios. 

(continuará)

sábado, 23 de marzo de 2024

       OTROS AÑOS DE PENITENCIA

           

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Parece que la distopía del COVID se ha diluido y ha sido consumida, como todo en nuestro tiempo voraz y mutante; los profetas del Apocalipsis (muy laicos, esta vez) se equivocaron de nuevo. En lo que a mí respecta, la pandemia fue una experiencia inolvidable en diversos sentidos, pero por suerte todo mi entorno escapó a las uñas heladas de la enfermedad en su versión más grave. Aun así, el COVID me impidió acudir a un funeral en 2020: el de mi maestro y amigo, el poeta y profesor Joaquín Marco, que falleció de cáncer (un segundo cáncer, después de otro que sí superó veinte años antes). Desde entonces, siento que le debo un homenaje, pero también otra cosa, algo así como una sinécdoque: la de Marco como resumen de toda una etapa de mi vida, porque recordarle siempre me lleva a pensar en mis tiempos de estudiante y mis primeras experiencias de profesor e investigador.

Hubo en 2020 diversas necrológicas (por ejemplo, la de Jordi Amat en La vanguardia, que me menciona), todas elogiosas y cálidas, pero temo que no escribir de manera inmediata me da ahora ciertas ventajas, como la de poder hablar sin límites periodísticos ni incitaciones panegíricas. Y, de paso, también me permite ensayar una especie de memorias universitarias, recordando mis años en la Universitat de Barcelona, escasamente gratificantes más allá de los títulos académicos. Es posible que ya no esté yo en la edad de las ambiciones sino en la de las recapitulaciones, y por eso no quiero que se pierdan del todo los recuerdos de esos tiempos, con sus personajes y sus personajillos, algunos francamente detestables.

De hecho, ya un par de años atrás intenté analizar, en un artículo largo y para especialistas, la trayectoria crítica de Joaquín Marco, y diría que lo hice de manera ecuánime, tratando de evitar las bochornosas adulaciones del feudalismo académico español, que han generado documentos vergonzosos como alguna tesis doctoral que circula por ahí. Diría que en ese primer texto no caí en la idolatría y el servilismo; espero seguir libre de esos defectos en estas páginas.

Siguiendo esa pretensión de objetividad, tengo que decir que Joaquín Marco no fue el mejor profesor que he tenido; tampoco fue el mejor especialista en literatura latinoamericana de su época, quizá ni siquiera es el mejor poeta de su generación; incluso diré, honestamente, que nuestra amistad funcionó mucho mejor desde que se jubiló y perdió todo poder cultural o académico, en un proceso que nos acercó y homologó en un estatus de perdedores. Además, a diferencia de tantos otros casos de las universidades españolas, no le debo un dedazo que me permitiera gandulear a costa del Estado con una plaza de funcionario regalada. En realidad, mi amistad con Joaquín Marco pasó dos fases muy diferentes: una primera rígida y fría, en la que lo veía como una solemne figura magistral que en cierto modo contrastaba radicalmente con la de mi padre (que era más o menos de su edad y que no pudo ni completar la educación primaria), y una segunda en la que las jerarquías se fueron difuminando, llegó por fin el tuteo y nos acostumbramos a beber whisky juntos y a alternarlo con la confesión de desengaños de todo tipo. En esa época -en la que, por cierto, mi padre ya no estaba- fue donde pude calibrar mejor la magnitud de sus éxitos (que los tuvo) y de sus fracasos (también) y donde intuí su soledad, esa soledad que, sin duda, es lo que más justifica volver a hablar hoy de él.

No me parece objetable decir que Joaquín Marco fue una figura importante en el ámbito literario, como crítico, editor, poeta y profesor, en los años finales del franquismo y primeros de la democracia. Es fácil demostrarlo bibliográficamente. Aún en 1992, cuando yo todavía era estudiante de licenciatura, organizó en Barcelona un espectacular congreso para conmemorar aquello que se llamó con hipocresía felipista y neocolonial el “encuentro entre dos mundos”. Fue la primera vez que escuché en persona a Mario Vargas Llosa, aunque creo que también estuvieron en el congreso Octavio Paz, Adolfo Bioy Casares y otros muchos (como un tal Juan Carlos de Borbón). Lo que vino después biográficamente solo puede calificarse con objetividad como declive; que coincidiera con el inicio de su dirección de mi tesis doctoral y mi llegada a su despacho como becario es, quiero suponer, una simple casualidad.

En un artículo reciente, Anna Caballé -albacea de su legado y biógrafa, entre otros, de Umbral- trata también de interpretar, con supuesto rigor, la trayectoria de Marco y se pregunta por las razones de esa decadencia; decadencia ciertamente inusual por la que pasó de manera progresiva a una posición marginal en todas las esferas en las que antes había destacado públicamente. Yo también sé que hay un misterio y, desde luego, no tengo las respuestas, pero dudo mucho que Caballé sea metodológicamente la persona adecuada para encontrarlas (se movió mejor, sin duda, en su pelea con Luis García Montero).  


2

Una ética de la docencia (no hablo de pedagogía) implica también una ética del conocimiento basada en algunos valores: uno de ellos sin duda sería el reconocimiento de la deuda con los maestros, incluso si ellos no pueden sentirse ya reconocidos en nuestras palabras. Yo, después de veinticinco años de docencia casi ininterrumpida, sé algo sobre profesores. Veo mi pasado y tengo claro cuáles son las virtudes y los defectos de un profesor. En la primaria, en un colegio público de barrio periférico, tuve la suerte de que uno de mis profesores, el bueno de Pedro Cuesta Escudero (¡un saludo, si milagrosamente Google te lleva a mí!), fuera doctor en historia, lo que suponía un plus de calidad y conocimientos absolutamente inusual para la época. En secundaria, no fui al Jaume Balmes (el más famoso instituto público de Barcelona), pero pude matricularme en un instituto recién inaugurado, el Barcelona Congrés, perfecto ejemplo de los progresos sociales en la Barcelona preolímpica. Eran los tiempos previos a la LOGSE, naturalmente (soy así de viejo); imagino que la mayor parte de esos profesores sufrieron los cambios educativos posteriores y sospecho su frustración ante el desperdicio de los contenidos tan costosamente adquiridos por ellos. De haber nacido unos años más tarde, tal vez no hubieran opositado sino que hubieran entrado como yo en algún doctorado. En cualquier caso, hoy creo que tenían, por lo general, un buen nivel de conocimientos en sus especialidades. Entre las mejores deudas diría no sólo que aprendí el catalán y conocí la literatura catalana (Rodoreda, por ejemplo, aunque no fui justo con Calders), sino que ahí leí el Quijote por primera vez (entero). El latín aún era obligatorio al menos un curso y yo hice tres, lo que a punto estuvo de conducirme a la filología clásica. Nunca aprendí a hacer una raíz cuadrada, pero descubrí a Poe, a Camus, a Steinbeck, a Martín Santos (fuera de las aulas, leía a Hesse, por supuesto).

Vivimos ahora mucho mejor que en aquellos tiempos de balbuceante democracia y complejos ante Europa, pero creo que los profesores se sentían entonces más recompensados por su trabajo y su esfuerzo. El fracaso escolar era significativo; sin embargo, varios profesores de universidad salieron de aquellas aulas, aunque también hubo algún skinhead que pasó por la cárcel. De los problemas educativos de la España actual hablaré tal vez otro día con calma. Del bullying que sufrí y del que hice (porque de las dos cosas hubo), también.

Cuando entré en la universidad, sentí una inicial fascinación, impregnada difusamente de ascenso social. No era ya el mundo de la protagonista de Nada, pero debo decir que, frente al aberrante y temible servicio militar obligatorio, la universidad era para mí la perfecta antítesis, la alternativa para una adultez libre e ilustrada, con la que quería ordenar algunos caos interiores y una rebeldía a ratos comunista y a ratos existencialista. No negaré que los rituales de lo que parecía una casa de altos estudios me hicieron sentir a la vez humilde y ambicioso; vi que otros poseían el conocimiento y deseé adquirirlo. Los profesores masculinos llegaban, casi sin excepción, trajeados y encorbatados a clase y, en la tradición de la lección magistral, esperaban medievalmente a que se hiciera el silencio absoluto en el aula para empezar a hablar (dictar, en la mayoría de los casos). Aún se podía fumar en los exámenes, e incluso alguna profesora, Victoria Cirlot (hija del poeta Juan Eduardo) fumaba orgullosa, ilegal y sensualmente en clase (nada que ver con el ridículo espectáculo apologeta del tabaquismo que le he visto en otros lugares recientemente, por ejemplo, a Francisco Rico).

Debo decir que en los primeros tiempos para mí la lección magistral tenía, cómo decirlo, aura. Y el famoso patio de Letras donde habían estudiado Carlos Barral, Jaime Gil de Biedma, Manuel Sacristán o Juan Goytisolo guardaba (sobre todo en el bar del sótano) alguna reminiscencia de tiempos más oscuros pero también más heroicos. Entre los profesores legendarios que se dejaban ver por el patio mi preferido era José María Valverde, aunque no recuerdo haber asistido a sus clases, y lo cierto es que no sé por qué, ahora mismo. Tampoco fui alumno de José Manuel Blecua, el patriarca del clan filológico de los Blecua, pero me lo crucé muchas veces ya como becario cuando él estaba jubilado y se veía tiernamente viejo; ni fui alumno de la otra leyenda, Martín de Riquer, cuyo prestigio totémico abrumaba más o menos igual. Sí tuve a Antonio Vilanova (que perdió en 1959, junto a Guillermo Díaz-Plaja, una histórica oposición a titular frente a Blecua) en doctorado; tengo buen recuerdo de sus clases, pero no de sus diversos discípulos, todavía dominantes hoy, por desgracia. En aquellos años no habían cambiado de universidad Rafael Argullol (el sex-symbol del profesorado, diría yo) y Jaume Vallcorba -el fundador de El Acantilado y Quaderns Crema-, un profesor caótico pero lleno de entusiasmo contagioso. Había también asignaturas exóticas: estudié euskera con un experto, Ibon Sarasola. Debo decir que saqué la nota más alta y sin embargo no fui capaz de aprender más de tres o cuatro frases que hoy ni recuerdo.

Sin embargo, el aura fue poco a poco deteriorándose. Aprobar era tan fácil que hacía verosímil la leyenda de que una mula, matriculada en broma, aprobó la carrera. Poco esfuerzo me costaba sacar buenas calificaciones y (sé que no debería decirlo, y menos aún presumir de ello) me acostumbré a preferir el futbolín a las clases. Adquirí poco a poco una actitud ambivalente hacia la intelectualidad y jugué a la coquetería de ser iconoclasta y provocador. La admiración por los profesores decayó, y no lo atribuyo únicamente a mi creciente narcisismo de escritorcillo pretencioso. No quiero excederme ajustando cuentas con los muertos, pero lo cierto es que empecé a encontrar profesores cuyo prestigio me parecía absolutamente incomprensible, como el sedicente poeta Lluís Izquierdo (y eso que yo no conocía entonces su pobrísimo currículum académico). Igualmente, me di cuenta del atraso colosal en cuestiones como teoría literaria o lingüística (por ahí andaba un tal Sebastià Serrano, que acabó grotescamente de tertuliano en las tardes de TV3). En literatura latinoamericana sucedía lo mismo, aunque tardé más en descubrirlo. En realidad, esas deficiencias eran generales en todo el sistema universitario español, más franquista en cierto sentido que el ejército, que se había modernizado algo, al menos. Con los años, descubrí y catalogué los puntos débiles de muchos profesores: no sólo su absoluta y chulesca incapacidad didáctica, sino su falta de seriedad a la hora de cumplir, por ejemplo, con los horarios; su fatuidad y su vanidad, que no podían encontrar respaldo en currículos caseros e inflados gracias a revistas o editoriales nepotistas (sin excluir abundantes autoplagios, refritos, libros propios puestos como lectura obligatoria, etc.); y, por encima de todo, el inverosímil lloriqueo por supuestos agravios o injusticias, tan incoherente con lo ligero de su jornada laboral y el valor económico de sus escasas horas de trabajo, completadas habitualmente con los sobresueldos de las reseñas en prensa y conferencias repetidas hasta la saciedad. Ya en el doctorado, conocí desde dentro el sistema de prevaricaciones disimuladas que sostiene la mayoría de los privilegios; Andrés Sánchez Robayna, otro antiguo alumno, lo explicó en uno de sus diarios (Mundo, año, hombre. Diarios, 2001-2007, Madrid, FCE, 2016, pp. 210-211). Álvaro Salvador, Javier Aparicio Maydeu, Domingo Ródenas, Jordi Amat y otros muchos, todos mejores que yo, han sido damnificados en mayor o menor medida por ese sistema, el más endogámico que he conocido en mi vida académica. Y que ha tenido consecuencias no sólo en la formación de generaciones de filólogos, sino también en un ámbito como el de la crítica literaria, donde esa universidad -más que otras, seguramente- ha aportado (salvo un par o tres de excepciones) críticos en su mayoría nocivos y lerdos, con criterios escasamente fundamentados y una óptica lectora predeterminada por esos mismos cínicos privilegios, responsables en no poca medida de lo peor de la evolución de la literatura española de las últimas décadas. 

Es, efectivamente, el mundo que tanto echa de menos Jordi Llovet (otro que tal) en su melancólico y llorica Adiós a las humanidades, libro que solo puede engañar a los ilusos que no conocen por dentro el sistema clásico del clientelismo universitario español, que está muy bien, desde luego, cuando te beneficia a ti (como en el caso de Llovet). Yo, en cambio, no tengo la misma perspectiva y creo que la universidad que conocí todavía mantenía muchos de los hábitos sórdidos que cuenta Carlos Barral en sus memorias. O los de los tiempos de la pobre Andrea, de la novela de Laforet. De ahí que el médico me prohibiera ver esa serie horrible y cursi, Merlí: Sapere Aude, filmada en unas aulas para nada entrañables.


3

¿Y los estudiantes? Como es lógico, había mucho estudiante -yo uno de ellos- contagiado de sarampión literario. Con mis amigos Ricardo Fernández Romero -hoy profesor en la universidad de St. Andrews- y Rudolf Ortega -lingüista y columnista en prensa-, fundamos en los últimos años de carrera una revista literaria en la que volcamos nuestros caprichos neobohemios y jugamos, algunos más que otros, al malditismo. La revista (que era bilingüe y vagamente anarcoide) fue, evidentemente, un fracaso, pero en ella colaboraron de una manera u otra nombres como los de Javier Pérez Andújar, Toni Montesinos o Francesc Fuguet, que después han publicado y bastante, junto a un Parnaso de sujetos sin prosperidad literaria pero con personalidades en ocasiones excéntricas, como algún que otro neurótico en estado avanzado, algún genio malogrado y algún que otro friki en tiempos en los que no existía ni siquiera el concepto. Con todo, para mí aquella revista tan amateur fue un primer contacto con los lectores reales; apenas había en aquel entonces talleres literarios ni másteres de escritura creativa, o sea que fue un buen aprendizaje para pulir el oficio y sobre todo recibir críticas (y más aún: indiferencia, algo muy instructivo a la larga).

Ya entonces abundaba el independentismo, aunque creo que era menos potente que en la Universitat Autònoma. No era difícil encontrar a los atorrantes piojosos que jugaban a hacer política y seudorrevoluciones de litrona y pañuelo palestino. Por suerte, todavía la universidad no se había rendido al independentismo, como sí hizo cuando ofreció sus instalaciones para la infamia sediciosa del 1 de octubre de 2017, en una perfecta demostración de los delirios del momento. Lo más gracioso es que entre aquellos politicuchos de mis años de estudiante no figuraba, que yo recuerde, una de las alumnas más célebres de mi promoción, y no precisamente por motivos admirables: me refiero a Laura Borràs, la expresidenta del Parlament de Catalunya y una de las voces más reveladoras del fanatismo independentista. No recuerdo hablar nunca con ella, aunque tenía cierta notoriedad, en parte por su físico singular y en parte por la fama de empollona ambiciosa. El resto de su carrera académica es bastante conocido, y Jordi Llovet sabe mucho al respecto. No diré nada, no sea que se entere Gonzalo Boye.

Pero nuestra promoción aún tenía otra figura ilustre, que seguramente ha acabado siendo el escritor más famoso surgido de la universidad en las últimas décadas (con permiso de A.R-F.): Jorge Javier Vázquez. Tampoco hablé mucho con él, aunque sí tuvimos amigas comunes. Admito que fue toda una sorpresa descubrirlo en Aquí hay tomate, muchos años después. Su elocuencia y su capacidad para la ironía sin duda revelan huellas de filólogo; otra cosa es la notoriedad que incomprensiblemente ha adquirido como ejemplo de una supuesta izquierda televisiva. En cualquier caso, hoy en día utilizo su caso en mis clases para contrastar dos modelos de éxito con los estudios filológicos: el suyo y el mío. Dos Españas, dos mundos, dos universos.

 

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Recibí inesperadamente una beca predoctoral de formación de investigadores de la Generalitat en 1994 para estudiar la obra de Ernesto Sabato; la beca era inesperada, entre otras cosas, porque existía el prejuicio (casi digno de El Mundo) de que la Generalitat no concedía becas para investigación en español, o concedía menos. Yo había renunciado a Cervantes como tema de tesis, acomplejado por la magnitud del tema, y me pasé al boom latinoamericano, que me pareció la única alternativa lo bastante estética para mi ego. Elegí a Joaquín Marco como director de tesis; era el único del departamento con algunas credenciales latinoamericanistas. Había prologado o editado libros de o sobre Cortázar, García Márquez, Borges o Neruda, y eso parecía mucho en aquellos tiempos en los que no había en Cataluña ni siquiera una cátedra de literatura latinoamericana.

Sabato, en realidad, no le gustaba nada a Marco, mucho más devoto de Borges y poco amigo de existencialismos y tormentos metafísicos, como pronto descubrí. Y tampoco diré que mi elección de tema fuera muy vocacional: ahora ya puedo reconocer que escogí a Sabato porque era el único autor cuya obra narrativa completa conocía, lo que era muy importante a la hora de preparar con prisas un proyecto de tesis y cumplir con los plazos del papeleo.

Yo no me daba cuenta de nada, pero Joaquín Marco ya había iniciado su caída, agravada en poco tiempo por varios problemas graves de salud, que le obligaron a dejar de fumar en pipa, uno de sus hábitos más intimidadores para un joven dubitativo como yo, que empezaba a ser tentado entonces por la seguridad profesional y personal de la carrera académica. De cualquier forma, Joaquín Marco era entonces la persona socialmente más importante que yo había conocido: un hombre que había llenado el Paraninfo de la universidad presentando a Jorge Luis Borges, que había participado en la caputxinada, que había formado parte del “comité de los sabios” de Seix Barral, que era amigo de uno de mis escritores españoles preferidos (Manuel Vázquez Montalbán), y que guardaba en su casa la copia mecanografiada del original de Cien años de soledad, que Carmen Balcells le confió (o regaló, nunca lo supe bien) para que Pere Gimferrer hiciera la primera reseña de la novela en España, en la revista Destino.

No sé muy bien por qué, pero nunca llegué a ver esa copia, aunque no tengo dudas de que existió. Sea como sea, Joaquín Marco parecía a mis ojos incautos una puerta de entrada ni más ni menos que a los mitos de la literatura en español de la segunda mitad del siglo XX, a pesar de comportamientos difícilmente aceptables para mí como el hecho de que publicara de manera regular en ABC. El tiempo matizó esa imagen inicial de gran catedrático, por supuesto; a medida que pasaron los años empecé a relativizar los méritos y a cribar las leyendas, del mismo modo que supe su implicación nada inocente en algunas conductas clientelares de la universidad. Pero mis primeros desafíos a la auctoritas llegaron por la vía política, curiosamente. Antes dije que Marco era en aquellos años la persona más importante que yo había tratado asiduamente; creo también que era la más rica (hasta que conocí algunas fortunas mexicanas, claro). Su trabajo como editor en Salvat le había permitido un patrimonio impresionante para mí. No era de extrañar por eso que discutiéramos sobre Julio Anguita, al que yo defendía con entusiasmo y admiración en los tiempos finales del felipismo e iniciales del aznarismo. En esos momentos, era clarísimo en Marco el resentimiento de excomunista que pasó por la cárcel a principios de los sesenta y que se hartó después de la disciplina de partido. Yo podía entenderlo, pero mi obligación moral era defender a Anguita de todas las campañas injustas en su contra. Lo que no suponía yo es que treinta años después, los nombres de aquellas diatribas, Cristina Almeida y Diego López Garrido (capitanes del submarino anticomunista, aliados con el nefasto Rafael Ribó) se reencarnarían en Íñigo Errejón y Yolanda Díaz. Pero no insistiré en esas cíclicas traiciones de la socialdemocracia, porque ese es ya otro tema, mucho más mugriento.

Poco a poco, fui humanizando la figura del maestro y se niveló nuestra amistad. Se convirtió en la primera y única persona que ha prologado uno de mis libros, pero, por encima de eso, mi interés pasó del erudito institucionalizado al hombre de carne y hueso -tan sabio como vulnerable-, y del mito inicial quedó lo esencial: una experiencia vital larga y apasionante, en el cruce de lo catalán, lo español y lo latinoamericano (el mismo lugar en el que me siento yo ahora, seguramente). Y a ello habría que añadir más de cincuenta años de publicaciones, por ejemplo. De ahí mi certeza de que él era una profecía encarnada, una advertencia de la vanidad de las glorias literarias y académicas. 

Tal vez, como el propio Carlos Barral, Joaquín Marco vivió amargamente el hecho de no ser por encima de todo un poeta. Desde el cambio de siglo, percibí su progresivo desencanto y sus reacciones a esa evidencia. Reacciones casi siempre equivocadas, a mi juicio: el exceso de orgullo o el victimismo (tan típico de algunas figuras letradas españolas), por ejemplo. Es cierto que confió, en lo emocional y en lo profesional, en personas que no estuvieron a la altura. Pero tampoco le negaremos sus propios errores. Otra cosa es que yo quiera explicarlos aquí, en detalle. Yo también me he equivocado muchas veces y prefiero que me recuerden como recuerdo hoy a Joaquín Marco: como un amigo con una de las vidas más interesantes que he conocido. Aprendí mucho de él, en la universidad y fuera de ella. Y mi homenaje puede no ser perfecto, pero al menos es sincero.

Durante los últimos años de su vida trabajó en unas memorias que no terminó y que seguramente no saldrán a la luz nunca. No tenemos, por tanto, esos recuerdos, que podrían conformar una travesía por varias Españas muy diferentes entre sí. Solo espero que los recuerdos míos planteados aquí ayuden a atenuar ese vacío.


domingo, 17 de marzo de 2024

NOTAS DEL DESPRENDIMIENTO (I) 

¿Empezar un diario? ¿Para qué? ¿Para hacer el ridículo compitiendo con Piglia o Chirbes?

El ejemplo de estos dos creadores ya patrimonialmente anagramáticos me llena de perplejidad. El entusiasmo con el que se los relee y se aprende de su elocuencia post mortem es un fracaso en el que nadie repara. Parece que necesitamos que nos hablen los muertos, ya que los vivos aportan poco. La fiereza crítica, la sagacidad, la coherencia quedan así mejor domesticadas. No niego los méritos intrínsecos; solo me preocupa lo que tienen de retroceso de arma de fuego. Ingenuamente, algunos creen que con esos diarios se llena un vacío reflexivo-crítico. Grave error: el vacío ya sucedió y no se puede rellenar ahora. Lo no dicho cumplió su función deprimente. De poco sirve la redención actual.

Por suerte, yo aún no estoy muerto.

                            *    *    *

Volver a la lucha, después de unos años satisfactorios en otros sentidos. Porque la lucha en las aulas no es suficiente, por desgracia. Y el mercado me ha segregado de manera quizás definitiva. Soy como una cinta de casete esperando la segunda vida vintage.

Necesitamos intensificar la lucha literaria, aun a riesgo de erupción narcisista. Vista la indolencia de mis colegas de profesión (y no me refiero solo a los críticos mamporreros), vista la logorrea actual, visto también el peligroso aplanamiento cultural de nuestro tiempo, me parece oportuno experimentar de nuevo con la prédica en el desierto. Porque la metáfora del desierto es más reveladora de lo que parece.

No hay nada que perder porque la batalla está perdida. Razón de más para defender la razón. Aun a costa de caer en lo que es más que un susurro entre el ruido global.

Veremos qué tal.

                    *    *    *

Confesaré ahora alguna envidia y después la matizaré.

Veo (y conozco) a lectores verdaderamente tenaces, que presumen, justificadamente, de leer más de un libro a la semana. Algunos han asumido el rol de sherpas para sobrevivir al supermercado actual de la cultura; no lo hacen del todo mal. Es posible que necesitemos contrarrestar el efecto negativo de booktubers y goodreads con la exposición de lecturas honestas y con un mínimo de criterio. Creo, de todos modos, que esos lectores pueden estar cayendo en una trampa: les gusta tanto la literatura que ya no ven la mala literatura. Disfrutan tanto de su labor de arbitraje que carecen de fuerza para salir de unas reglas de juego que ellos no han decidido y que no se atreven a cuestionar. Sus percepciones están fuertemente automatizadas y no se dan cuenta de sus necesidades de ostranenie.

Para bien o para mal, no va a ser, desde luego, mi caso. Defiendo metodológicamente una alergia preventiva a la novedad como primera fase de una cierta moral de resistencia literaria. Las compulsiones consumistas son muy penetrantes y es difícil escudarse frente a ellas: todos los días se nos insiste en la nueva serie de Netflix que HAY QUE VER o la novela de Anagrama que es un MUST. Es una situación penosa y francamente irritante, ante la cual el desprecio verbalizado no parece suficiente. En ese sentido, yo mismo veo mi obsolescencia a la hora de reclamar las virtudes de cierto distanciamiento, pero no se me ocurre otra cosa que perseverar en la derrota.

La petrificación de lo nuevo debería hacernos pensar en la victimización lectora de nuestro tiempo. Pero es una cuestión más seria: leer más textos, aunque es obviamente positivo, no garantiza el conocimiento sobre el estado actual de la literatura. Yo diría que necesitamos trabajar con unidades más complejas (sumas de textos creativos y críticos, tomas de posición políticas y mercantiles, etc.), en vez de la atomización lectora de tal o cual catálogo.

En otras palabras: que no pienso reseñar novedades, salvo cuando crea que hay algo realmente interesante. Que nadie espere que hable de lo nuevo de Murakami, o lo nuevo de Mariana Enríquez, o lo nuevo de Cercas. 

                    *    *    *

 El desprendimiento: esa es la metáfora elegida, para bien o para mal. No es solo que yo me esté desprendiendo de ciertas conductas literarias (la ansiedad utópica, la resistencia clasicista y melancólica, el resentimiento justificado pero a la larga inofensivo para los triunfadores del sistema), sino que el proceso es bidireccional: es la literatura, con sus nuevos guardianes y su nueva avanzadilla, la que se desprende de mí, convirtiéndome en algo residual, fácilmente eliminable. No llego ni a ser una piedra peligrosa que cae por una ladera; soy un guijarro más de los muchos que van cayendo.

Cómo encontrar un camino justo que evite el lloriqueo y preserve la dignidad ética y estética: ese es el reto. Quizá el mutuo desprendimiento permita un reencuentro en otras condiciones. O quizá no.


jueves, 29 de febrero de 2024

            CURRICULUM VITAE ACTUALIZADO

Nombre: PABLO SÁNCHEZ (a.k.a. Raúl Garay, Alejandro Ramírez)

Lugar y año de nacimiento: Barcelona, 1970

Domicilio: Sevilla, por ahí entre la Macarena y el Cristo del Gran Poder.

Situación profesional actual: profesor titular de universidad, gracias a Dios.

Habitus: hijo de charnegos, sin otro patrimonio que un nicho en el cementerio de Montjuïc.

 

Titulación oficial:

-Doctor en Filología Hispánica por la Universitat de Barcelona. Posición de la universidad en el ranking de Shanghai: 300 (con suerte). Posición en el ranking de la AEUEGER (Asociación Española de Universidades Endogámicas Gracias a los Excelentísimos Rectores): 1.

Título de la tesis: Análisis profundo del escritor argentino XYZ, del que nadie en España sabe nada. Calificación: cum laude por unanimidad (faltaría más). Tribunal: Momia 1, Momia 2, Enchufado gay, Enchufada examante de catedrático, Enchufado con sexualidad y publicaciones de ameba. Coste de invitar al tribunal a comer: 600 euros.

-Doctor en Física Cuántica por la Universidad Nacional Autónoma de México. Indicios de calidad: título impreso en la Plaza Santo Domingo de la Ciudad de México y firmado por el Rector Pancho Villa. Título de la tesis: Chorradas pretenciosas y pseudocientíficas en el cine de Christopher Nolan. Calificación: cum laude con guacamole.

 

PRINCIPALES PUBLICACIONES:

Libros:

-XYZ, barrendero de la ciudad letrada, Barcelona, Vanity Press, Año I del Procés. (Hay traducción catalana: XYZ, un altre escriptor a favor del dret a decidir).

-La misma tesis, pero con otro título, Sevilla, La Pava Ediciones, 2013.

-Manual para hacer ediciones críticas de textos sin derechos de autor y ponerlas de lectura obligatoria, Sevilla, Ediciones Bazar Chino, 2014.

-MLA, APA, NBA y FBI: las siglas que cambiaron el mundo, Springfield, University of Evergreen Terrace, 2018.

-Catálogo de adoradores de Roberto Bolaño (con fichas biobibliográficas y fotos de cuerpo entero), Santa Teresa, ediciones Archimboldi, 2020.

-Cien trucos para descolonizar desde las universidades de Estados Unidos, Las Vegas, Fundación Ford-Rockefeller-Guggenheim-Obama, 2023.

 

PROYECTOS EN MARCHA:

-Repertorio de estrategias de escritores latinoamericanos para triunfar en España (lloriqueos cubanos y/o venezolanos, pedanterías porteñas de raíz borgeana, refritos y plagios peruanos, narcoespectáculos mexicanos). Acompañado de un manual de diplomacia latinoamericana para relacionarse eficazmente con editores, agentes, periodistas, académicos y políticos.

-Proyecto de diseño de un microscopio de máxima potencia para encontrar por fin el interés literario de las autobiografías y autoficciones actuales.

-“Nueva York cambió mi vida”, con entrevistas a Antonio Muñoz Molina, Luis Rojas Marcos y Valeria Luiselli, entre otros.

 

ARTÍCULOS EN REVISTAS CIENTÍFICAS INDEXADAS:

-“La trayectoria novelística de Juan Luis Cebrián: entre Proust y Dostoievski”, Boletín de estudios prisaicos.

-“Huellas filológicas y similitudes intelectuales en el estilo de Federico Jiménez-Losantos y Pilar Rahola”, Revista de gloriosos alumni de la Universitat de Barcelona.

-“La argentinidad como machaconería: de Facundo a Maradona y Bergoglio, pasando por Evita”, Anales de la Literatura Hispanoamericana Neocolonizada.

-“Sarmiento inspira a Puigdemont: el misterio de los argentinos que apoyan el independentismo catalán”, Civilización, barbarie y mugre.

-“El paquete del charro: un estudio sobre la homosexualidad reprimida en la literatura mexicana”, Albur. Revista de estudios malinchistas.

-“Sana, sana, culito de rana: el Shakespeare del canon de la literatura infantil”, Puer: revista de estudios aniñados.

-“Cervantes y Pérez-Reverte: un análisis comparativo basado en la teoría de la reencarnación”, Alatriste: estudios sobre literatura con cojones.

-“Código uno: rescate de la olvidada primera obra de arte de Arturo Pérez-Reverte”. Revista de estudios filológicos de la Universidad de Calasparra.

-“Disparates filológicos legendarios: Alfonso de Valdés, autor del Lazarillo de Tormes”. Boletín hispanista interplanetario.

-"Jordi Llovet vs. Laura Borràs: duelo de titanes en el UB Corral", Anales de teoría literaria y literatura comparada

-“La ubicuidad de Luis García Montero: ¿un fenómeno cuántico?”. Revista murciana de bodrios interdisciplinares.

-"Estudio sobre el parasitismo literario: comparativa entre los chupópteros de Neruda y los de Borges", Revista de parasitología comparada.

-“Evidencias empíricas de la metempsicosis: transmigraciones de Cristina Almeida y Diego López Garrido a Yolanda Díaz e Íñigo Errejón”, Rabanillos. Estudios sobre camuflaje socialdemócrata.

-“Deconstruyendo a Los Manolos: Jordi Gracia y Javier Cercas, amigos para siempre”, Boletín de novedades del Grupo Planeta (espacio patrocinado por el Grupo Planeta).

-"Pablo Sánchez o el futuro de la literatura charnega. Un estudio poscolonial y queer de La vida póstuma". Gaceta familiar Sánchez.

  

ESTANCIAS INTERNACIONALES EN CENTROS DE INVESTIGACIÓN:

 -Estancia de seis meses en Harvard. Se adjunta foto probatoria.




-Estancia con el Programa Orgasmus en la Universidad Vlad Tepes de Transilvania. Objetivo de la estancia: viajar por Europa a cargo del erario público. Duración de la estancia: tres meses. Horas reales de trabajo: una (tiempo requerido para sacar el carnet de estudiante).

 

CURSOS DE INNOVACIÓN DOCENTE:

-Curso de Disciplina Inglesa de 100 horas y 1000 azotes a cargo de Mistress Bárbara de Sade.

-Curso de Posgrado en Creación de Muñecos de Plastilina en la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad de Sevilla.

 

CARGOS DE GESTIÓN Y ADMINISTRACIÓN:

-Ilustrísimo y excelentísimo Presidente de la Comisión de Garantía de Calidad de las Comisiones de Garantía de Calidad del servicio de limpieza de la Facultad de Filología de la Universidad de Sevilla.

-Coordinador del Seminario de Libre Elección “Aprendamos a jugar al Mus”, de la Universidad de Sevilla.

-Organizador del Simposio “Homenaje a Antonio Vilanova y a sus gloriosos discípulos”, en el Casal d’Avis de Torre Llobeta.

-Coordinador del “Máster Interuniversitario de Literatura Española para Estudiantes Chinos que no saben quién es Cervantes”.

 

OTROS MÉRITOS:

-Perfiles en la web: Academia.edu, ORCID, ResearcherID, Researchgate, LinkedIn, Google Scholar, Tinder, Badoo, Becari@s vicios@s, Buscolectorasdeonetti.com, estamoshartosdeknausgard.es

 

lunes, 8 de marzo de 2021

NOVEDADES





Este blog ha estado durante algo más de dos años inactivo y lo voy a recuperar con la buena noticia de la publicación de mi cuarta novela, que esta semana se pone a la venta. El abandono del blog nunca fue definitivo, pero diversos motivos han afectado periódicamente a mi motivación para continuar. El confinamiento del año pasado fue, tal vez, un momento ideal para retomarlo, pero me inhibí por el riesgo, seguramente excesivo, de parecer oportunista rentabilizando la actualidad sin ofrecer realmente nada original.

Ignoro si aún me quedan lectores, por lo que esta entrada tiene algo de mensaje en una botella. De cualquier modo, si alguien está preocupado, diré que la pandemia no me golpeó de manera especialmente dura. Tiempo habrá de dar explicaciones y de interpretar los hechos; ahora mismo se habla mucho del tema y todavía no sé si puedo aportar algo mejor que un prudente silencio. Por lo demás, me tienta la idea de crear un diario con una fecha límite, a modo de experimento; veremos si soy capaz.

Quién iba a pensar que después del delirante procés, que parecía el acontecimiento traumático de la década, iba a llegar un shock superior. Pero la ventaja que tenemos los pesimistas es que nos sorprendemos menos con estas convulsiones porque el desengaño crónico nos tiene preparados.

En cuanto a la novela, los lectores perseverantes de este blog habrán notado que se trata, sustancialmente, de la misma novela que publiqué hace años por entregas aquí, aunque la he pulido y remasterizado. Algún día espero poder explicar los avatares de esta novela, que tienen muchos más detalles y alguna que otra controversia personal. La publicación se ha retrasado también unos meses por culpa de la pandemia, pero al menos eso me ha permitido coincidir en el tiempo con la novela de mi hermano, que anuncié aquí hace unos días y que recomiendo mucho más que la mía.

Seguimos. 



domingo, 13 de enero de 2019

EL DÍA QUE DEJÉ DE SER FRIKI

Lo confieso: soy de los que no pueden evitar el escalofrío cuando escuchan la fanfarria inicial de Star WarsLa guerra de las galaxias fue tal vez la primera película que vi en el cine –o fue esa, o Aeropuerto 77- y supuso, en pocas palabras, el descubrimiento de la aventura y también el del color: el dorado C3PO, los blancos troopers, la arena de Tatooine, el negro de Darth Vader. Ninguna otra de las películas de esos años me dejó una huella tan profunda, para bien o para mal. A partir de ahí, mi experiencia es generacional y, por tanto, en cierto modo vulgar: fascinación cuasifálica por los sables láser, shock por el final inesperado de El imperio contraataca, babeo por la princesa Leia en bikini y encadenada, náusea por los infames Ewoks. Nunca he llegado a disfrazarme de ningún personaje de la saga (ni siquiera de Jabba), pero puedo demostrar que antes de que se pusiera de moda la costumbre ya vi las seis películas de George Lucas de un tirón en compañía de mis amigos más frikis (aclaro: variante española, no totalmente sinónima, del anglosajón geek).
Recuerdo que a finales de los ochenta me volví anticanónico sin ser apenas consciente de lo que significaba eso. Al mismo tiempo que leía y estudiaba a los clásicos antiguos y modernos, llevaba una doble vida sublimando las series de televisión, los cómics de superhéroes con sus curiosas cosmogonías, las novelas de ciencia-ficción del incansable Isaac Asimov, las películas de serie B (o Z) como Basket case o El vengador tóxico. Ayudaron varios factores: la triste experiencia de conocer la fatuidad del mundo académico de la Universitat de Barcelona (del que hablaré con calma otro día), la inanidad y el aburrimiento que yo percibía en la literatura española contemporánea, los bostezos provocados por la casposa Historia y crítica de Francisco Rico, el rechazo visceral al elitismo intelectual y también una cierta conciencia de clase propia de un charnego de Nou Barris. El momento clave de esa revalorización de la subcultura probablemente coincide con la doble sensación que provocaron casi al mismo tiempo dos productos tan audaces para su época como Twin Peaks y Watchmen. Después llegaron los pioneros a la hora de rentabilizar creativamente el fenómeno: Álex de la Iglesia, Kevin Smith o Quentin Tarantino, precedentes de un JJ Abrams o un Seth McFarlane, por ejemplo.
Sin embargo, como tantas veces ha sucedido, una idea original y aparentemente progresista se distorsiona horriblemente cuando se masifica y es manoseada por todo tipo de oportunistas y, peor aún, de ignorantes.  Democratizar la cultura parecía el complemento perfecto de la democratización política, pero los resultados empiezan a ser muy decepcionantes. Ya está bien de zombis, Jedis y viajes en el tiempo. ¿Para esto queríamos romper la barrera entre lo culto y lo popular? ¿Para sustituir el canon occidental por un conjunto de mitos chorras y simplones, por unos juguetitos frívolos? ¿Para dejarnos esclavizar voluntariamente por las grandes industrias del ocio, casi siempre estadounidenses? 
Los catastrofistas tienen un gran defecto, y es que son demasiado predecibles, pero no hace falta ser apocalíptico hoy: simplemente se trata de volver a la lucha y recuperar sin complejos el prefijo sub. No para ponerse, por ejemplo, como el bueno de Pedro Salinas, que en su conocido estudio sobre Rubén Darío de 1948 afirmaba, sin venir a cuento, que el cómic es "la papilla más baja, la bazofia de más vergonzosa calidad" (p. 48); pero sí para defender con la máxima convicción el criterio estético que ha servido para preservar -con todos los reparos que queramos añadir- un enorme legado cultural de siglos. Sin duda, el imperio de cierta manera de entender el arte ha terminado, y más nos vale reconocerlo. Resulta muy ingenuo pensar que la nueva sociedad digital va a consumar el ideal ilustrado. Pero eso no significa aceptar sin más el todo vale de nuestro tiempo, en el que casualmente acaba valiendo más lo que genera más dinero. La defensa de esa cultura popular se está convirtiendo en una aberración característicamente millenial y cada día más reaccionaria, y algunos se están aprovechando de todo ello para enriquecerse sin ningún disimulo, en las grandes empresas y en más de una universidad. Porque lo popular no es siempre automáticamente positivo: populares han sido y son los linchamientos, las supersticiones, los chistes sexistas y racistas, e incluso más de una dictadura. Ahora parece que cualquier producto popular tiene el mismo valor que la Divina Comedia. Y, de paso, que cualquiera puede ser artista, se llame Wismichu, Valtonyc, Jorge Javier Vázquez o César Brandon. Lo dicho vale también para la literatura de género, por supuesto, porque, por ejemplo, los escritores de literatura infantil están muy creciditos últimamente, y alguien debería empezar a bajarles los humos.
Como decía recientemente mi buen amigo Joan M. SoldevillaThe Big Bang Theory -que cada temporada es más una mala copia de Friends- resume lo mejor y lo peor del frikismo. De hecho, el reciente fallecimiento de Stan Lee ha demostrado que el asunto se nos está yendo de las manos. Seguramente echaremos de menos sus cameos, aunque no me cabe duda de que lo resucitarán digitalmente muy pronto; pero leyendo algunas necrológicas parecía que hubiera fallecido Shakespeare. La pérdida de norte en términos estéticos es tan aguda que muchos nostálgicos han confundido la repercusión mundial de los superhéroes creados por Lee -consolidada por el trabajo desigual de muchísimos guionistas de cómic y ahora de cine durante más de cincuenta años- con un proyecto artístico casi equivalente a Balzac. Más o menos como los que ensalzan la hondura filosófica de las memeces sobre midiclorianos y oscuridades de George Lucas y ahora Disney, por muchas lecturas de Joseph Campbell que pudiera haber detrás.
Yo he sido muy friki, sin duda. He tomado cervezones en el bar de Cheers frente al Boston Common y me he hecho fotos en el parque Verano azul, de Nerja. Pero ahora me estoy haciendo viejo. Y conservador, supongo, porque parece que necesito jerarquías. Como siga así, acabaré repitiendo el camino que ha llevado a tantos desde Izquierda Unida hasta el PSOE. Aunque, bien mirado, para eso primero necesitaría ser invitado habitual de la cadena SER. Sea como sea, anuncio que hoy dimito de mi condición de friki, como hace años dimití de la de letraherido. Declararía una guerra al frikismo, si no fuera porque eso es todavía más friki.
¡Ariel, Ariel! Vuelve a nosotros. Esta vez sí te necesitamos de verdad.

domingo, 9 de diciembre de 2018


DEMOCRACIAS ESTRESADAS

¿Se rompen las costuras de la democracia? ¿Se avecina un amanecer neofranquista? ¿Cuál es el tratamiento más efectivo para ese tipo de pústulas del bien común? Lo primero, sin duda, es apagar durante un tiempo prudente la televisión, sobre todo si sale García Ferreras, el mejor heredero de aquel otro García, el José María del fútbol. Y después hay que ir un rato al rincón de pensar.
Podemos recordar que hace años –antes de que empezara el procés- un partido xenófobo como Plataforma per Catalunya, hoy felizmente olvidado, ya estuvo a punto de entrar en el parlamento catalán. Y tuvimos el peligroso partido de Jesús Gil en su momento, afortunadamente a escala reducida. Además, la operación Vox no es nueva, aunque su irrupción ha sido sin duda potente. Se creó hace unos cuatro años, al mismo tiempo que Podemos y algunos experimentos extravagantes que intentaban aprovechar la crisis del bipartidismo, como el estrambótico partido del exjuez Elpidio Silva o el Partido X, hoy verdaderamente desconocido. Vox gozaba ya entonces del apoyo descarado de algunos medios de comunicación –liderados por otro ilustre exalumno de mi alma mater, Jiménez Losantos- que le han hecho propaganda permanente durante este tiempo, a pesar del espectacular fracaso inicial. Era cuestión de esperar su momento, que ha llegado gracias sobre todo a la descomposición progresiva del Partido Popular y al problema secesionista en Cataluña, que ha azuzado los agravios territoriales y el fanatismo patriotero.
Ahora habría que preguntarse por qué se le ha dado una cobertura informativa innecesaria en las últimas semanas y hasta qué punto es contraproducente estigmatizarlo como fascista sin atender su estrategia y su base sociológica, que se beneficia de esas identificaciones primarias con silogismos del tipo “soy antiPodemos porque me dan miedo; si Podemos detesta a Vox y lo llama fascista, es que no lo es, por tanto no hay peligro en votarles”. Ese tipo de lógica perversa e indocumentada es la que lleva a Trump a o a Bolsonaro a ganar, porque confirma que el voto se ejerce cada vez más como rechazo irritado o como castigo, y no como articulación racional de un proyecto constructivo y duradero. Pero así es la democracia, la causa y la solución de todos los problemas. La democracia de nuestro tiempo, claro está: llena de egoísmo y ansiedad.
Está por ver que los resultados andaluces sean imitados en el resto de España, porque el comportamiento electoral andaluz es muy particular. De cualquier modo, toca ahora aprender de los países que ya tienen instalada en las instituciones esa nueva derechona, para no cometer sus mismos errores. Y la izquierda debe hacer nuevamente la reflexión acerca de cómo es incapaz de persuadir con un discurso que escape a los infantiles antagonismos nacionalistas, de un lado o de otro. No es descartable que la desmotivación electoral de la izquierda tenga que ver también con la desilusión con el experimento Podemos, resumible en el asunto del chalé Iglesias-Montero.
El panorama no es, desde luego, alentador, pero seguramente tendremos que acostumbrarnos a convivir con este modelo de democracia sometida a constante estrés. Una democracia de cuerda tensa, siempre a punto de romperse, y en la que sufriremos a menudo lo que podríamos llamar microfascismos, visibles por ejemplo en la estúpida hipersensibilidad que algunos tienen hacia los “terribles ultrajes” a ese trapo que consideramos bandera española. Más allá de eso, es pronto para augurar rupturas apocalípticas o para establecer precipitadas comparaciones históricas con escenarios nefastos del siglo XX. Eso sí: sería bueno que los medios que miraron con lupa todo lo relativo a Podemos para desacreditarlo con rapidez, aplicaran la misma intensidad al nuevo partido parlamentario.
Lo curioso es que los alarmismos se repiten globalmente aunque sea de forma simétrica. Abundan los detectores de huevos de la serpiente: en mi querido México, también se ha desatado el estrés, esta vez liberal, ante el inicio del sexenio del nuevo presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO), al que los intelectualillos paniaguados de tan larga tradición mexicana ven como un nuevo Nicolás Maduro. AMLO aglutina una esperanza de cambio seguramente histórica que llega con doce años de retraso; su momento era 2006, pero –hubiera fraude electoral o no- el cambio no se produjo en aquel momento y se ha perdido muchísimo tiempo en lamentables y trágicos errores, como la guerra contra el narcotráfico. Dos sexenios después, AMLO es un político aún carismático pero forzosamente desgastado, y no está claro si su perseverancia le redime de la megalomanía. El problema de su partido, Movimiento Regeneración Nacional (MORENA), es la dependencia emocional de su líder, que es ahora mismo su mayor capital; habrá que ver si sus cuadros dirigentes son capaces de organizar un proyecto sólido, convincente y sobre todo honesto, capaz de sobrevivir a este sexenio ya garantizado. Necesitarán resultados evidentes y rápidos en la lucha contra la desigualdad y el narcotráfico, y gestionar mejor asuntos como el del nuevo aeropuerto de la Ciudad de México, confusamente decidido y planteado. No será fácil en un país en el que la mayoría de los gobernadores pertenecen a partidos rivales.
El cesarismo de AMLO es, sin duda, un peligro; pero no hay que olvidar que los catastrofistas y demás oráculos del desastre comunista, siempre tan delicados y sensibles para lo que les interesa, mantienen una sospechosa indulgencia con los tres fracasados proyectos de cambio en México desde 2000. Auguran fracasos y derrumbamientos como si México fuera un país paradisiaco a punto de disolverse en el caos. No es ese el país que yo conozco, desde luego. Estoy seguro de que el nuevo gobierno conllevará un fuerte desengaño, porque la decepción es la sustancia misma de la rutina democrática de nuestro tiempo; pero en un país que ha desaprovechado a sus pocos buenos políticos (como Cuauhtémoc Cárdenas), repetir las opciones previas de presidentes ineficaces de partidos podridos era la peor de las decisiones.
Al menos, la imposibilidad de la reelección del presidente es fundamental para evitar determinados escenarios. Porque, efectivamente, siempre se puede empeorar cruzando la frontera que hunde la democracia en el autoritarismo y la brutalidad. Y eso me lleva a hablar de otro de mis países queridos, Nicaragua, de donde proceden muy buenos amigos. Nicaragua interesa poco en España, porque no hubo podemitas relacionados con el país y apenas tenemos interese comerciales allí. Hace un par de años conocí el lugar y a pesar de los evidentes signos oligárquicos la impresión general fue la de un país pobrísimo pero amable, seguro y alejado del anquilosamiento cubano. Nada de eso queda ya, y los responsables son fáciles de señalar. los dos gobernantes, la nefasta pareja presidencial de Daniel Ortega y su esposa la “vicepresidenta poeta” (sic) Rosario Murillo, que iguala en fanatismo y egolatría a su marido. El emperador y la emperatriz han impuesto su caudillismo familiar y han  pervertido de forma ya definitiva la vieja herencia sandinista. Porque los hipotéticos logros sociales no pueden de ninguna forma compensar la responsabilidad por centenares de muertos, y hay que decirlo con toda claridad. El país se hunde y ni siquiera existen posibles razones exógenas como en el caso venezolano.
¿Conclusión? No hay remedios para el estrés que nos viene encima, salvo confiar en el escepticismo, que es lo que mejor equilibra el optimismo de la voluntad y el pesimismo de la razón. Pero es bueno acostumbrarse a la transitoriedad de los políticos y desconfiar de los liderazgos y los carismas. Ya nadie habla de Rajoy, y seguramente ese sea su mayor mérito. Haberse volatilizado.