MILENIO
Modestamente, diré que tengo algo de profeta.
Nunca en mi vida he acertado en una predicción, lo que, en cierto modo,
me asegura una capacidad profética, aunque sea en negativo. Basta que yo
profetice algo para que no se cumpla.
Por eso he optado, finalmente, por no aventurar hipótesis de futuro sobre
política o literatura. No me atrevo, por tanto, a decir cuáles serán las
consecuencias del cambio digital para la literatura y particularmente para el
mundo de la ficción, que es mi campo de trabajo. Pero sí creo que es posible y
necesario reflexionar sobre algunas significativas correlaciones de la cultura actual
con respecto al momento histórico que vivimos. No sé si de aquí saldrán
certezas ni análisis originales, pero puede que salgan otros resultados, tal
vez no inanes: confesiones de lector, inquietudes de novelista, preocupaciones
de profesor. Y quizá incluso una poética.
Veamos. Vivimos un tiempo abrumador de novedades, productos de todo tipo y
aceleraciones múltiples. Cada año parece que adviene un apocalipsis nuevo. Pero
entre tanta ansiedad, entre tanto azoramiento cognitivo, hay que buscar la jerarquía,
el orden de prioridades: el que no quiera hacerlo es porque ya está en la parte
alta de la pirámide social y no le conviene mirar hacia abajo. Y la prioridad
se llama capitalismo. Con sus corolarios, especialmente la democracia liberal y
la economía globalizada.
La tecnocracia, cada vez más fundamentalista, nos invade hoy con su jerga
económica y el dinero es el Verbo; pues bien, hablemos de micro y macro, como
hacen los pesados de los economistas, aún peores profetas que yo. En literatura,
como en economía, lo micro serían las pequeñas batallas locales, nacionales o
regionales: competencias entre escritores, hiperproducción novelística,
letanías sobre la malvada mercantilización del arte, dinosaurios dispuestos a
todo por defender el brillo social de su grandeza humanística frente a la masa
lectora que sin embargo es la que sostiene el inmenso negocio cultural. Nunca
antes se había escrito tanto, publicado tanto y leído tanto. Hay infinidad de
opciones literarias, géneros, recursos, propuestas, centrales y periféricas,
conservadoras y provocadoras. En ese sentido, quizá deberíamos sentirnos
felices sujetos de la cultura masificada del nuevo milenio. Cualquiera puede
ser escritor (o artista o intelectual), y cualquiera lo es, de hecho.
Pero hay árboles y hay bosque.
Uno de los peores efectos del desprestigio del marxismo como herramienta
de análisis es que hemos perdido la capacidad de sospechar, de desconfiar, de
ejercer la crítica preventiva; esa malicia intelectual de ver intereses ideológicos
detrás de las bellas palabras y los conceptos elevados. Puede que antes
estuviéramos así al borde de la paranoia, pero ahora, tan cultos que somos, tal
vez estamos más alienados que nunca, y no nos damos cuenta. Quizá hemos llegado
al punto aberrante de interiorizar que realmente Iberia quiere que lleguemos a tiempo
a ver a nuestros seres queridos y Telefónica nos ayuda generosamente a no
sentirnos solos. O que si la faja de un libro afirma que es una obra
“comprometida”, lo es de verdad. Una especie de inconsciente consumista, vamos.
El capitalismo se ha naturalizado, y con él todas sus intrínsecas desigualdades,
aceptadas pacíficamente –no entremos en ello- en las reglas democráticas. El
interés, la competitividad, la eficacia, la rentabilidad, la mercantilización,
se han sublimado y vuelto normales, colonizando todas las actividades, los
sentimientos y por supuesto la cultura. La distopía capitalista (que llegará
cuando la competencia sea definitiva) se está demorando y así nos resulta más
fácil de digerir. Su programa fundamental, la democracia liberal, disminuye
aparentemente los antagonismos y los conflictos basculando a partir de la
aburrida mesocracia.
Si esto es, como creo, el factor macro, habría que empezar a pensar de
otra manera la crisis actual, más allá de los vaivenes periodísticos, y, por
ejemplo, podríamos entender la magnitud de fenómenos como el colapso mental de
la socialdemocracia europea, tan importante para entender la política hoy. Pero
otro día hablaré de eso. Hoy prefiero apuntar –ensayar- algunas ideas sobre la
literatura. Aunque tal vez no lleguen ni a ideas y apenas sean intuiciones.
¿En qué afecta la totalización del capital y la democracia, por ejemplo,
a la literatura, y particularmente a la novela? Pues en mucho más que las meras
argucias editoriales y las posiciones económicas de los escritores, que son
sólo tics del sistema. Afecta en términos de expectativas y valores; de,
digamos, moralidad del género, de escritura barthesiana, si se me permite el
afrancesamiento. La novela (ya sé: muchas novelas, no todas las novelas, pero
déjenme que sea maximalista), la novela, decía, se ha desproblematizado, convertida
en objeto de consumo y de disfrute, y por eso busca afanosamente guerras e
injusticias lejanas (en el tiempo o en el espacio) para recuperar su raíz
problemática, su convulsión esencial, su naturaleza polémica al menos desde
Cervantes. Porque ha claudicado a la hora de plantear los problemas de la era
democrática, o, cuando los encuentra, ofrece soluciones del siglo XX, en las
que nadie cree o que son objetivamente obsoletas. El realismo crítico de base
marxista, el mágico, la literatura fantástica, la autoficción, incluso la
novela policiaca, la histórica o la metaliteraria, son modelos literarios de lo
más inocente hoy; apenas llegan a objetos de uso confortable. El pulso del
nuevo siglo está mucho más oculto y no es nada fácil percibirlo. No se
encuentra, desde luego, en la caída de las Torres Gemelas.
Puede que seamos cada vez más democráticos, pero puede también que seamos
cada día más aburridos y previsibles, como escritores y como lectores. Penetrar
en el misterio de la era democrática, volverla extraña a nuestros ojos cada día
más dóciles, es posiblemente el reto más audaz del novelista actual.
Pero ya está bien por hoy. Seguiremos más adelante.
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