"Yo no he muerto en México" (novela)

domingo, 24 de abril de 2016

MEMORIAL DE SANT JORDI

A mi amigo Wilson y a mí nos gusta deambular por Barcelona mientras discutimos acaloradamente sobre literatura y política (y también sobre amores, pero qué sabrá él de eso). Ayer nos excedimos con la discusión y acabamos, sin saber muy bien cómo, en un cementerio que no habíamos visto nunca antes. Era un cementerio enorme, casi palaciego, interminable, con calles y galerías que parecían repetirse en forma de laberinto; estaba lleno de nichos adornados con flores elegantes y retratos generosos. Encontramos, extrañamente, muchísimos visitantes ufanos y parlanchines, todos con aire de predicadores felices. Es decir, no había silencio, y yo diría que tampoco había luto ni respeto por la muerte.
Wilson no entendía nada.
-¿Qué día es hoy? ¿Es el Día de los Difuntos?
-No, Wilson, te equivocas.
-¿Es el desfile militar en honor a la Patria?
-Cerca, Wilson, pero no.
Caminamos con dificultad entre el gentío, pero eso, al menos, nos permitió detenernos a menudo para leer las lápidas. Conocíamos muchos de los nombres, que además se repetían.
-¿Por qué todo el mundo está tan contento? –insistió mi amigo.
-Creo que están hechizados. No les hagas caso. Rezan porque intentan llenarse de energía para todo el año. Es como el solsticio.
-Sácame de aquí. Empiezo a tener miedo. Hay algo extraño en sus ojos.
-¿No te gustan las rosas, Wilson?
-No… porque sé lo que significan. Lo que significan de verdad.
-No te pases de listo, Wilson. Seguro que hay muchos sabios por aquí.
Unos minutos después, yo mismo empecé a sentirme mareado, incapaz de encontrar alguna señal que indicara el camino de salida. La masa, mientras tanto, seguía en su éxtasis.

Tardamos mucho, pero finalmente logramos regresar a casa. Y hoy me he despertado curiosamente contento de que el día sea otra vez un día de mierda como todos los demás.

domingo, 10 de abril de 2016


MALAS NOTICIAS


Hoy, gracias a las nuevas tecnologías, padecemos un pregón permanente y omnipresente de noticias casi siempre inquietantes, conflictos recurrentes e irresolubles, obituarios que generan hipertrofia pública del duelo, memes de desigual ingenio y citas a menudo falsas que encandilan a los incautos. A eso habría que sumar los cada vez más habituales microfanatismos de series de televisión, deportes minoritarios o cualquier otro fetiche, y las reflexiones de todo tipo de expertos a la violeta con o sin acreditación oficial. Se supone que nunca hemos tenido tenido tanta información a nuestro alcance. Sin embargo, hace no mucho (yo lo recuerdo), en los tiempos del VHF y el UHF, los lunes no había prensa en España, salvo aquel folleto llamado Hoja del lunes.
Como estoy pasando una época de gerontocracia mental, propongo que fomentemos la nostalgia e imaginemos un mundo en el que, al menos los lunes, no tuviéramos que sufrir la mediocridad estética y moral de la prensa española. Qué pureza informativa, qué ventilación para la sabiduría. Buena parte de los problemas culturales y políticos de la España democrática se explican claramente por la bajísima calidad de sus massmedia principales, que además, en pleno cambio tecnológico y demográfico, están actuando a la desesperada, rebajando aún más sus estándares y renunciando a asumir dignamente lo que parece un interminable declive. En la sociedad audiovisual, titulares y destacados ya no pueden esconder su intrínseca tendenciosidad, y las estrategias mercantiles son cada vez más burdas ante la evidencia de las concentraciones empresariales y las conductas de mercenario.
Los nuevos periódicos digitales tendrán, seguramente, bastantes de los mismos defectos, entre otras cosas porque siguen muchos de los periodistas de antes, pero cabe la esperanza de que al menos la esfera pública se higienice un poco y se recupere algo del decoro deontológico y aun retórico. No se trata sólo del pasado añejamente nefasto de cabeceras como ABC y La vanguardia, que deberían replantearse, por su propio bien, su servicio de hemeroteca; a ello habría que sumar las delirantes portadas (de tebeo, o sea de TBO) de La razón, las negritas hirientes de los titulares de El periódico, la lobreguez cavernosa de El Mundo y, sobre todo, la soberbia sin fin de El país. La falsa foto de Hugo Chávez agonizante, el editorial conjunto de los periódicos catalanes después de la sentencia del Estatut, la lamentable portada de ABC sobre un presunto parricida y, en particular, la teoría de la conspiración del 11-M son algunos de los rápidos ejemplos que muestran la atrofia profunda que en España tienen los mitos liberales del periodismo combativo, riguroso e independiente. 
Mención especial merece El país en lo que me interesa, que es la literatura, porque sus implicaciones han sido muy superiores a las de otros periódicos, y porque su poder ha marcado notablemente las directrices en estas décadas, amparando y propiciando la cultura socialdemócrata y arrinconando cualquier tipo de pensamiento radical -no sólo político, sino también literario-. Si al ABC le importaba proteger los toros y las procesiones, El país optó por controlar la cultura de verdad como instrumento perfecto para llevar a cabo una reconversión cultural paralela a la reconversión industrial. En otras palabras: para sublimar la economía de mercado y legitimar un nuevo pacto entre autores, lectores y poder económico y político.
Juan Cruz, en sus memorias de Egos revueltos (inmejorable ejemplo acerca de cómo un factótum leal a la empresa genera capital social para la trayectoria de los escritores y para sí mismo), se indigna con la “manía persecutoria” que durante años ha habido contra el grupo PRISA, es decir, el holding compuesto, básicamente, por El país, la cadena SER y –entonces- la editorial Alfaguara. ¿Manía persecutoria? No, no todos somos como Pedro J. Ramírez o el exjuez Gómez de Liaño ni estamos en esas trincheras; algunos simplemente creemos que, por encima de la pataleta envidiosa, la cultura española de la democracia tiene que reescribir su relato dominante, que ha tratado de hacer pasar gatos oligárquicos por liebres geniales e internacionalmente valiosas. El traje nuevo del emperador, en la feliz expresión del crítico de arte Alberto López Cuenca.
Les propongo como juego que hagan un dibujo uniendo los diferentes puntos, que en este caso serían nombres importantes que abarcan la industria cultural, la producción literaria, el periodismo y el mundo académico: Juan Luis Cebrián, el mismo Juan Cruz, Francisco Rico, Javier Marías, el difunto Javier Pradera, Fernando Savater, Antonio Muñoz Molina, Almudena Grandes, Juan José Millás, Santos Juliá, Félix de Azúa, Antonio Elorza, Javier Cercas, José Carlos Mainer y Jordi Gracia. Como círculo de poder, no está nada mal, desde luego (y no incluyo a Vargas Llosa, el mismo que consagró a Cercas como escritor comprometido). Ya me gustaría a mí formar parte de esa red: hay que tener una buena red para poder tirarse al vacío. Ni siquiera son necesarios los famosos seis grados de separación para terminar el juego de los contactos: no pasan de dos grados. Cuando terminen el dibujo, les saldrá la cara de Juan March. Digo, de Jesús Polanco. O Jesús de Polanco, para los apologetas del libre mercado. Y el dibujo se convertirá en mapa con un poco de esfuerzo, si empezamos a incluir nombres aparentemente menos vinculados al periódico y su entorno, como Pérez-Reverte o los "poetas de la experiencia". Es el mapa de la literatura española de la democracia, en términos de ortodoxia literaria. No se trata, desde luego, del peor equipo intelectual de los posibles, sobre todo si lo comparamos con los núcleos de los diarios de la competencia, y hay que reconocer que es perfectamente legítimo defender a los amigos y cooperar con ellos; pero conviene alertar contra los peligros de ese darwinismo cultural según el cual los que triunfan son siempre los mejores (o los que mejor se adaptan).
Con todo, tampoco debemos caer en la conspiranoia anti-PRISA. El periódico aún ofrece momentos ricamente contradictorios: pienso en cómo coincide la promoción frecuente de Almodóvar con la presencia en las páginas del diario de uno de sus detractores más empecinados, el crítico Carlos Boyero. De hecho, hubo un momento (seguramente en los años ochenta) en el que el periódico, con su ombudsman y su libro de estilo, con su europeísmo y su cosmética moderna, parecía representar una especie de credencial primermundista: la del periódico “de referencia”, homologable a las cabeceras internacionales de prestigio y capaz de reunir firmas diversas que ilusionaban con la fantasía (la quimera, en realidad) de una cultura más intensamente democrática de lo que la tradición librepensadora española había ofrecido. Estaba José Luis de Vilallonga, sí, pero también el crítico de cine Ángel Fernández Santos o Manuel Vázquez Montalbán o Moncho Alpuente. No obstante, la llamada "guerra del fútbol" a mediados de los noventa empezó a mostrar inequívocamente la prioridad empresarial de todo el proyecto y a hacer evidentes algunas falacias.
En 1997, el poeta Jorge Riechmann publicaba su poemario El día que dejé de leer El país. Hoy, de forma casi tierna, el periódico se resiste a perder la hegemonía, pero por mucho que promocione a Ciudadanos y que Antonio Elorza machaque cada día a Pablo Iglesias, es evidente que no le llegan las fuerzas para repetir el aplastamiento mediático al que sometió a Julio Anguita en esos mismos años noventa, con la inestimable ayuda del troyano Partido Democrático de la Nueva Izquierda, de Cristina Almeida (a.k.a. Rosa Aguilar).
Da la impresión de que el cortafuegos empresarial de PRISA está lleno de agujeros y ha empezado, por fin, el ajuste de cuentas con una elite que ha gozado de enormes privilegios durante más de veinte años, moviendo a destajo capitales de todo tipo y autoasignándose medallas al mérito europeo. No todo merece el descrédito o la demolición, desde luego; pero una mínima reescritura objetiva obliga a ajustar de nuevo los valores y a depurar los hechos prescindiendo del autobombo sistemático de años de neoliberalismo disimulado de civismo socialdemócrata. Además, aunque parezca asombroso, el periódico y la cadena de radio todavía conservan un alto grado de credibilidad para cierta izquierda bienintencionada que, de tanto miedo a los medios de derecha, recurre a menudo a esas fuentes de información. 
El grupo crítico de la Cultura de la Transición, o CT, (Guillem Martínez, Amador Fernández-Savater y algunos otros del aparente sector duro literario, como Echevarría o Gopegui) empezó hace unos cuatro años la réplica, aunque parece precipitado y muy romántico sugerir, como hicieron ellos, que el 15-M es el acta de defunción de toda esa cultura. Ahora, el ensayo de Ignacio Sánchez-Cuenca La desfachatez intelectual se suma a la tarea de desmitificación, según leo en el interesante adelanto del libro.

Se ha abierto la veda y parece que por fin están débiles. Algunos dirán que es el momento de atacar. ¿Lo hago?

domingo, 3 de abril de 2016

¿UN NUEVO TRIUNFO DE LA SECTA DE LOS CIEGOS?


Poca gente habla hoy de Ernesto Sabato (sin tilde, según uno de sus caprichos). Tuvo su mejor momento literario en los años ochenta, sobre todo después de su labor como presidente de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas. Pero las nuevas generaciones argentinas (Rodrigo Fresán, por ejemplo) se burlan de él y, por lo que veo, casi nadie de menos de cuarenta años le toma en serio. O al menos no tan en serio como a él le gustaría. Una estudiante defendió una vez en mi clase que El túnel es poco más que una apología de la violencia de género, y, aunque me parece un juicio excesivamente extraestético, cabe la posibilidad de que la novela acabe pronto en el saco de la literatura patriarcal excluida de los temarios universitarios.
Sabato intentó ser posmoderno con Abaddón, el exterminador, pero lo cierto es que el siglo XXI no le está sentando bien. Como José Donoso, otro escritor con pretensiones martirológicas, está perdiendo comba con respecto a los que podrían ser sus homólogos –Rulfo, Onetti- y se está acercando peligrosamente a ser un nuevo Eduardo Mallea. ¿Por qué? Seguramente la respuesta no salvará ya a Sabato, pero a lo mejor nos ayudará a entender algunas prioridades literarias actuales. Sabato ha pasado de moda ante todo porque el metafisiqueo, como diría Cortázar, ya no interesa en la sociedad narcisista en la que vivimos y  en la que cada día, entre tantos signos que podemos interpretar, interesan menos cosas como el cine en blanco y negro. Además, a Dostoievski se le aplica hoy un filtro de Instagram y ya está; para todo lo demás, tenemos ídolos como Steve Jobs. El último romántico fue Roberto Bolaño, pero los bolañistas en realidad quieren puestos universitarios, adelantos sustanciosos, y, en todo caso, conocer el sufrimiento únicamente a través de una pantalla.
Pocos escritores más obsesionados con el sufrimiento, la trascendencia y lo absoluto (sea lo que sea eso) que Sabato, que en muchos sentidos es la perfecta antítesis de Borges, con quien tuvo una relación digamos que no muy buena, como tampoco la tuvo con Cortázar, a quien seguramente detestaba y al que ataca de forma bastante clara en Abaddón. De cualquier modo, Sabato ha caducado porque representa una literatura de consumo difícil, amargosa incluso cuando quiere ser optimista (y llega a ser beata, por momentos). Nada que ver con la literatura de aeropuerto que hoy en día domina sobre todo en España, sea en su versión castiza (Pérez-Reverte), en la filosófica-que-en-realidad-es-digresiva (Marías) o en la versión de “izquierdas” (Cercas o Grandes). Aunque, bien mirado, hace mucho que la literatura española adolece de escritores de la estirpe de Sabato, Donoso u Onetti: apenas tenemos las rarezas a menudo geniales de un Sánchez Ferlosio.
La historia de la literatura está llena de vaivenes entre la gloria y el olvido: son fascinantes desde el punto de vista del estudioso pero son inquietantes para los propios creadores, que pueden sentir que la inmortalidad es poco más que un pasaporte con fecha de caducidad que hay que renovar cada cierto tiempo. Muchos delirios de grandeza han quedado testimoniados en manifiestos, diarios y artículos y, por desgracia, aún funcionan como modelo romántico; debe de ser por eso que cuesta tanto hacer leer a Bourdieu a los estudiantes con pretensiones literarias. Lo peor es que la alternativa a ese trascendentalismo inocentón ha sido la rendición hacia el mercado. Sin embargo, qué entrañable candor el de un autor como Sabato, que sólo publicó tres novelas en vida. Compárese con Marías o Vila Matas. Otros tiempos, otros hábitos. O habitus.
Yo le dediqué muchos años de investigación a Sabato y llegué a familiarizarme con sus méritos y sus defectos. Sus últimos ensayos, publicados en los años noventa, fueron francamente mediocres y repetitivos, sobre todo teniendo en cuenta que toda su obra anterior ya pecaba de reiteraciones. Pero en medio de tanta nadería consumista y tanto adanismo bobalicón, su literatura, con todo y esos defectos, es todavía un subidón de pensamiento trágico.
En Abbadón el exterminador, Sabato, convertido metalépticamente en personaje literario paranoico, era perseguido por la Secta de los Ciegos, que es la responsable del triunfo del Mal en el mundo. Ahora podemos empezar a sospechar que la Secta tiene aún más recursos para conseguir sus terribles objetivos.