"Yo no he muerto en México" (novela)

domingo, 10 de abril de 2016


MALAS NOTICIAS


Hoy, gracias a las nuevas tecnologías, padecemos un pregón permanente y omnipresente de noticias casi siempre inquietantes, conflictos recurrentes e irresolubles, obituarios que generan hipertrofia pública del duelo, memes de desigual ingenio y citas a menudo falsas que encandilan a los incautos. A eso habría que sumar los cada vez más habituales microfanatismos de series de televisión, deportes minoritarios o cualquier otro fetiche, y las reflexiones de todo tipo de expertos a la violeta con o sin acreditación oficial. Se supone que nunca hemos tenido tenido tanta información a nuestro alcance. Sin embargo, hace no mucho (yo lo recuerdo), en los tiempos del VHF y el UHF, los lunes no había prensa en España, salvo aquel folleto llamado Hoja del lunes.
Como estoy pasando una época de gerontocracia mental, propongo que fomentemos la nostalgia e imaginemos un mundo en el que, al menos los lunes, no tuviéramos que sufrir la mediocridad estética y moral de la prensa española. Qué pureza informativa, qué ventilación para la sabiduría. Buena parte de los problemas culturales y políticos de la España democrática se explican claramente por la bajísima calidad de sus massmedia principales, que además, en pleno cambio tecnológico y demográfico, están actuando a la desesperada, rebajando aún más sus estándares y renunciando a asumir dignamente lo que parece un interminable declive. En la sociedad audiovisual, titulares y destacados ya no pueden esconder su intrínseca tendenciosidad, y las estrategias mercantiles son cada vez más burdas ante la evidencia de las concentraciones empresariales y las conductas de mercenario.
Los nuevos periódicos digitales tendrán, seguramente, bastantes de los mismos defectos, entre otras cosas porque siguen muchos de los periodistas de antes, pero cabe la esperanza de que al menos la esfera pública se higienice un poco y se recupere algo del decoro deontológico y aun retórico. No se trata sólo del pasado añejamente nefasto de cabeceras como ABC y La vanguardia, que deberían replantearse, por su propio bien, su servicio de hemeroteca; a ello habría que sumar las delirantes portadas (de tebeo, o sea de TBO) de La razón, las negritas hirientes de los titulares de El periódico, la lobreguez cavernosa de El Mundo y, sobre todo, la soberbia sin fin de El país. La falsa foto de Hugo Chávez agonizante, el editorial conjunto de los periódicos catalanes después de la sentencia del Estatut, la lamentable portada de ABC sobre un presunto parricida y, en particular, la teoría de la conspiración del 11-M son algunos de los rápidos ejemplos que muestran la atrofia profunda que en España tienen los mitos liberales del periodismo combativo, riguroso e independiente. 
Mención especial merece El país en lo que me interesa, que es la literatura, porque sus implicaciones han sido muy superiores a las de otros periódicos, y porque su poder ha marcado notablemente las directrices en estas décadas, amparando y propiciando la cultura socialdemócrata y arrinconando cualquier tipo de pensamiento radical -no sólo político, sino también literario-. Si al ABC le importaba proteger los toros y las procesiones, El país optó por controlar la cultura de verdad como instrumento perfecto para llevar a cabo una reconversión cultural paralela a la reconversión industrial. En otras palabras: para sublimar la economía de mercado y legitimar un nuevo pacto entre autores, lectores y poder económico y político.
Juan Cruz, en sus memorias de Egos revueltos (inmejorable ejemplo acerca de cómo un factótum leal a la empresa genera capital social para la trayectoria de los escritores y para sí mismo), se indigna con la “manía persecutoria” que durante años ha habido contra el grupo PRISA, es decir, el holding compuesto, básicamente, por El país, la cadena SER y –entonces- la editorial Alfaguara. ¿Manía persecutoria? No, no todos somos como Pedro J. Ramírez o el exjuez Gómez de Liaño ni estamos en esas trincheras; algunos simplemente creemos que, por encima de la pataleta envidiosa, la cultura española de la democracia tiene que reescribir su relato dominante, que ha tratado de hacer pasar gatos oligárquicos por liebres geniales e internacionalmente valiosas. El traje nuevo del emperador, en la feliz expresión del crítico de arte Alberto López Cuenca.
Les propongo como juego que hagan un dibujo uniendo los diferentes puntos, que en este caso serían nombres importantes que abarcan la industria cultural, la producción literaria, el periodismo y el mundo académico: Juan Luis Cebrián, el mismo Juan Cruz, Francisco Rico, Javier Marías, el difunto Javier Pradera, Fernando Savater, Antonio Muñoz Molina, Almudena Grandes, Juan José Millás, Santos Juliá, Félix de Azúa, Antonio Elorza, Javier Cercas, José Carlos Mainer y Jordi Gracia. Como círculo de poder, no está nada mal, desde luego (y no incluyo a Vargas Llosa, el mismo que consagró a Cercas como escritor comprometido). Ya me gustaría a mí formar parte de esa red: hay que tener una buena red para poder tirarse al vacío. Ni siquiera son necesarios los famosos seis grados de separación para terminar el juego de los contactos: no pasan de dos grados. Cuando terminen el dibujo, les saldrá la cara de Juan March. Digo, de Jesús Polanco. O Jesús de Polanco, para los apologetas del libre mercado. Y el dibujo se convertirá en mapa con un poco de esfuerzo, si empezamos a incluir nombres aparentemente menos vinculados al periódico y su entorno, como Pérez-Reverte o los "poetas de la experiencia". Es el mapa de la literatura española de la democracia, en términos de ortodoxia literaria. No se trata, desde luego, del peor equipo intelectual de los posibles, sobre todo si lo comparamos con los núcleos de los diarios de la competencia, y hay que reconocer que es perfectamente legítimo defender a los amigos y cooperar con ellos; pero conviene alertar contra los peligros de ese darwinismo cultural según el cual los que triunfan son siempre los mejores (o los que mejor se adaptan).
Con todo, tampoco debemos caer en la conspiranoia anti-PRISA. El periódico aún ofrece momentos ricamente contradictorios: pienso en cómo coincide la promoción frecuente de Almodóvar con la presencia en las páginas del diario de uno de sus detractores más empecinados, el crítico Carlos Boyero. De hecho, hubo un momento (seguramente en los años ochenta) en el que el periódico, con su ombudsman y su libro de estilo, con su europeísmo y su cosmética moderna, parecía representar una especie de credencial primermundista: la del periódico “de referencia”, homologable a las cabeceras internacionales de prestigio y capaz de reunir firmas diversas que ilusionaban con la fantasía (la quimera, en realidad) de una cultura más intensamente democrática de lo que la tradición librepensadora española había ofrecido. Estaba José Luis de Vilallonga, sí, pero también el crítico de cine Ángel Fernández Santos o Manuel Vázquez Montalbán o Moncho Alpuente. No obstante, la llamada "guerra del fútbol" a mediados de los noventa empezó a mostrar inequívocamente la prioridad empresarial de todo el proyecto y a hacer evidentes algunas falacias.
En 1997, el poeta Jorge Riechmann publicaba su poemario El día que dejé de leer El país. Hoy, de forma casi tierna, el periódico se resiste a perder la hegemonía, pero por mucho que promocione a Ciudadanos y que Antonio Elorza machaque cada día a Pablo Iglesias, es evidente que no le llegan las fuerzas para repetir el aplastamiento mediático al que sometió a Julio Anguita en esos mismos años noventa, con la inestimable ayuda del troyano Partido Democrático de la Nueva Izquierda, de Cristina Almeida (a.k.a. Rosa Aguilar).
Da la impresión de que el cortafuegos empresarial de PRISA está lleno de agujeros y ha empezado, por fin, el ajuste de cuentas con una elite que ha gozado de enormes privilegios durante más de veinte años, moviendo a destajo capitales de todo tipo y autoasignándose medallas al mérito europeo. No todo merece el descrédito o la demolición, desde luego; pero una mínima reescritura objetiva obliga a ajustar de nuevo los valores y a depurar los hechos prescindiendo del autobombo sistemático de años de neoliberalismo disimulado de civismo socialdemócrata. Además, aunque parezca asombroso, el periódico y la cadena de radio todavía conservan un alto grado de credibilidad para cierta izquierda bienintencionada que, de tanto miedo a los medios de derecha, recurre a menudo a esas fuentes de información. 
El grupo crítico de la Cultura de la Transición, o CT, (Guillem Martínez, Amador Fernández-Savater y algunos otros del aparente sector duro literario, como Echevarría o Gopegui) empezó hace unos cuatro años la réplica, aunque parece precipitado y muy romántico sugerir, como hicieron ellos, que el 15-M es el acta de defunción de toda esa cultura. Ahora, el ensayo de Ignacio Sánchez-Cuenca La desfachatez intelectual se suma a la tarea de desmitificación, según leo en el interesante adelanto del libro.

Se ha abierto la veda y parece que por fin están débiles. Algunos dirán que es el momento de atacar. ¿Lo hago?

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