"Yo no he muerto en México" (novela)

domingo, 29 de mayo de 2016

REALIDADES

Imaginemos que una pareja joven –española o no, de la mesocracia o del nuevo precariado, da igual- empieza a discutir porque uno de los dos descubre, después de un largo análisis de datos y pruebas, que el otro o la otra es inexplicablemente cicatero a la hora de poner “me gusta” en sus aportaciones en Facebook o YouTube. Lo hace, sí, pero no tanto como debiera. “¿Y qué le cuesta hacerlo? Sólo se trata de un clic”. La discusión sube de tono porque el problema es objetivamente poco importante, pero al mismo tiempo es revelador de algo. A partir de ahí, la relación se resquebraja irreversiblemente, agrietada por suspicacias interminables y rencores acumulativos.
Es un embrión de relato, que puede ser cómico o trágico dependiendo del grado de discusión y el nivel de vanidad. No lo voy a escribir –aviso-, pero el motivo para no hacerlo no es, desde luego, la inverosimilitud. Creo que el nivel de ansiedad privada por el reconocimiento en las redes sociales puede ser, efectivamente, patológico hoy mismo. Hay una historia ahí, como en tantos comportamientos desconcertantes, sin precedentes, incomparables, que nos ofrece el acelerado e invasivo mundo contemporáneo, con sus novedades y zozobras.
La fascinación por la nueva cotidianidad tecnológica puede crear, como pasó en algunos casos vanguardistas, una literatura efímera. Tal vez estemos en una situación similar hoy. Probablemente sea en la serie CSI donde esa ultratecnificación se hace más evidente hasta el punto de ser ella misma la necropsia de un mundo moralmente descompuesto pero a la vez infinitamente dinámico. La serie, desde luego, no es de mis preferidas; es argumentalmente previsible y mecánica, pero pocos productos culturales ofrecen, globalmente, una imagen tan abarcadora de la miríada de extravagancias que constituye el mundo de hoy en las sociedades, digamos, avanzadas (económicamente). Los guionistas de la serie han incorporado una admirable y riquísima casuística de parafilias sexuales, profesiones excéntricas, rituales sociales minoritarios, sutiles procedimientos técnicos y fetichismos culturales que en conjunto supone un inquietante mapa de las nuevas demandas sociales. ¿Será acaso un nuevo tipo de costumbrismo? ¿Un poscostumbrismo, pongamos, ya que parece que no podemos vivir sin algunos prefijos?
Aunque lleva quince temporadas y ha generado dos secuelas (una de ellas, la de Miami, mucho menos interesante en todos los sentidos), cabe esperar que la serie pase pronto a la pérdida de audiencia y de ahí al olvido, para que dejemos de ver tantas mesas de disección y tanta casquería. Pero, en cierto modo, la visibilidad que una serie como esa ha otorgado a todos esos nuevos códigos de la realidad no puede ser pasada por alto. En otro lugar reflexioné sobre cómo los repertorios amplísimos de conductas que ofrece la ficción televisiva proponen hoy retos para el novelista, para el lector y para el crítico. Han pasado algunos años de ese texto y en algunos aspectos creo que la situación ha cambiado para peor, como demuestra el penoso retorno de una serie que tuvo su encanto como fue Expediente X y que augura además lo peor para la continuación, seguramente infame, de Twin Peaks. Por ese motivo quizá los novelistas, que parecen hoy algo intimidados por el creciente poder de esas series, aún tengan más futuro de lo que parece: el abuso mercantil que produce alargamientos lánguidos de las tramas y la incapacidad para crear un auténtico marco final pueden propiciar la supervivencia de formas narrativas no seriales y no susceptibles de spoilers.
Pero para ello hay que saber jugar las batallas que se pueden ganar. No sé si la de la fantasía está ya perdida, pero estoy convencido de que hay esperanzas en otra: la del realismo. Puede que el realismo sea sólo una convención y que no tenga ya la ilusión ontológica con la que nació. Sin duda, tampoco tiene el esplendor político de otros tiempos (tiempos fanáticos, ciertamente), pero sigue siendo, cómo decirlo, un acto racional de solidaridad histórica. Ese tipo de cosas de las que no entiende alguien como Jerry Bruckheimer.
Encontrar la sinécdoque perfecta que de la realidad lleve a un realismo iluminador es, desde luego, algo bastante misterioso y seguramente inalcanzable para muchísimos aspirantes. No basta con fijarse simplemente en lo insólito, como ocurre con mi embrión de relato. Sin embargo, tal vez el mayor problema del realismo hoy no es ese, sino que, por decirlo en pocas palabras, resulta, en la sociedad del ocio, mayoritariamente aburrido. Ello explicaría no sólo el auge de algunas series televisivas, sino también, por ejemplo, la tentación del tremendismo literario. En un mercado tan lleno de opciones no es de extrañar que a veces se compita a base de tremendismo; seguramente Bret Easton Ellis y su American Psycho abrieron ese camino a principios de los noventa. Será por eso que abunda hoy lo que Borges llamaba “las pompas de la muerte”.

Sí, el realismo aburre. Lo que quizá haya que recordar, si somos honestos, es que la realidad del siglo XXI también es más aburrida de lo que parece, a pesar de CSI y de YouTube. Pensemos en esa coincidencia. Explorémosla.

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