"Yo no he muerto en México" (novela)

domingo, 12 de junio de 2016

LA MEDALLA

La muerte de Muhammad Ali me ha hecho pensar de nuevo en la abusiva frecuencia con la que los medios deportivos, tan pobres en recursos retóricos, utilizan el adjetivo “mítico” (y no hablemos de los inacabables juegos de palabras con Crónica de una muerte anunciada, que avergonzarían al Gabo). En el caso de Ali, sin embargo, es menos exagerado que en otros. Si alguna figura del mundo del deporte se acerca, por su excepcionalidad, al arquetipo del héroe, seguramente sería el boxeador antes conocido como Cassius Clay. Tuvo significado político, como Jesse Owens, pero les distancia la enorme arrogancia –a veces estrafalaria, siempre orgullosa- del boxeador; del mismo modo, otros grandes deportistas más o menos coetáneos, como Mark Spitz, Kareem Abdul-Jabbar o Pelé, palidecen ante su carisma y ante su insuperable combinación de teatro y técnica. Puede que, de haber sido joven hoy, Ali estuviera atado por los contratos publicitarios y sólo se dedicara a anunciar natillas, hacerse fotos egocéntricas en Instagram y salir en programas como El hormiguero; sea como sea, Ali ha quedado como el protagonista de uno de los más interesantes relatos ofrecidos por el mundo del deporte hasta ahora, lejos de la trivialidad y la hueca idolatría que tanto abundan. Sería en cierto modo un Héroe, sí, de similar manera a como Nadia Comaneci sería la Princesa y Bobby Fischer encarnaría inmejorablemente al Genio o Brujo.
No soy aficionado al boxeo, en buena medida por invencibles reparos éticos, pero no me cuesta entender la fascinación que genera ese deporte. Aun así, mi curiosidad en ese ámbito se limita básicamente a Ali y nació por Norman Mailer; pero no por su libro, sino por su intervención en el estupendo documental When We Were Kings, centrado en el famosísimo combate de Kinshasa en 1974 contra George Foreman; un combate antológico que fue acompañado de días de juerga y concierto y en el que los devotos de Ali animaban a su campeón gritando sin descanso: “Ali, boma yé” (“Ali, mátalo”). Por razones de edad, no supe nada de esa pelea hasta muchos años después (creo que mi primer recuerdo impactante del mundo del deporte fue el accidente de Nikki Lauda; más exactamente, el rostro de Lauda). Descubrirlo fue, cómo decirlo, una sorpresa literaria: había un relato ahí, efectivamente, un buen relato incluso, con un significado dilatado que superaba todas las demás vacías e inanes crónicas de victorias y derrotas en cualquier deporte. Y desde entonces busco, desbrozando entre la medianía de los tópicos y el cortoplacismo de la noticia diaria, algún tipo de relato perdurable que pueda funcionar como síntesis de toda la polivalencia del deporte, que va desde la vacuidad y la impostura hasta ciertas dosis inhabituales de singularidad y abismo.
Aunque cada vez hay más novelas y películas sobre el deporte, la importancia social, económica e ideológica del tema, que es inmensa hoy, no se corresponde con la atención artística recibida. El desajuste quizá se explique porque el mundo del deporte tiene una importante dosis de infantilismo y cacarea demasiado esas categorías (“mito”, “tragedia, “épica”, “gesta”, “leyenda”), hasta acabar volviéndolas inútiles. O quizá sea porque la cultura del éxito y la competitividad es mucho más poderosa de lo que pensamos, aunque la desdeñemos con motivos “intelectuales”, y no es tan fácil atacarla, por lo que cualquier creador corre el riesgo de acabar glorificando los aspectos más banales, a modo de la típica película estadounidense sobre cómo el deporte enseña valores dentro del Sueño Americano.
Lo cierto es que he seguido muchos “duelos del siglo”, desde que Sebastian Coe y Steve Ovett a finales de los setenta pusieran de moda el medio fondo del atletismo. Aquél fue un duelo magnifico, que abrió el camino para la exaltación, a menudo hiperbólica, del antagonismo entre deportistas. Algunos perdedores de esos duelos han sido especialmente tiernos, como uno algo anterior, el ciclista Poulidor, paradigma de fracaso por sus catorce participaciones sin ganar el Tour de Francia y rozando ocho veces la victoria. Pero como perdedor literario, quizá le faltaba algo: esa pasión que curiosamente sí tenía su rival Anquetil, muerto de forma prematura.
A veces los antagonismos sí han tenido trascendencia objetiva, por ejemplo en un duelo fascinante y muy polémico, por sus connotaciones políticas, que fue el de Karpov y Kasparov en el Campeonato del Mundo de Ajedrez de 1984, enfrentamiento que puede ser leído hoy como otro de los signos que anunciaban el fin del comunismo. De hecho, hoy pocos recuerdan el enorme poder que el bloque comunista tenía sobre los deportes olímpicos, a pesar de Estados Unidos, como demuestra el hecho de que los mejores jugadores de la NBA no pudieran participar en los Juegos hasta 1992. La guerra fría deportiva, en la que algunos –lo admito- simpatizábamos demasiado con los soviéticos, deparó muchos momentos curiosos que quizá haya que revisar con calma algún día.
Por supuesto, el mundo del deporte tiene tragedias auténticas, como la muerte de Ayrton Senna, así como una infinidad de personajes desgarrados por adicciones y problemas, desde Sócrates hasta Maradona pasando por Marco Pantani. En realidad, sólo se trata de escarbar un poco para encontrar, por debajo de la apariencia del glamour y la euforia, la evidencia inapelable de la descomposición social y la magnitud de muchos tipos de fracaso. Pau Gasol pasa ahora como ejemplo de deportista ejemplar y probablemente haya que defenderlo, sobre todo viendo el grotesco espectáculo de los que aplauden a Messi a su llegada a los juzgados; pero también existe la antítesis perfecta de Gasol, uno de los jugadores con los que compartió su primer gran triunfo y del que hoy nadie se acuerda, aunque su historia sea objetivamente triste.
Aun así, son tantos los nombres, los datos y las posibilidades, que el repertorio se vuelve inabarcable y el consenso difícil. Quizá necesitemos algún criterio de selección; quizá deberíamos empezar por un valor absoluto, un grado máximo que sirva para orientarnos y clarificar todo ese caos. Tal vez necesitamos, como en los cuentos de hadas, un Enemigo. Y hay un candidato insuperable para encarnar a ese Enemigo.
Lance Armstrong. El Usurpador. El Falso Héroe.
La historia del deporte está llena de tramposos (muchos de ellos, seguramente, no los conocemos todavía), pero no se puede comparar, por ejemplo, a Ben Johnson (ojos grandes y tristes, origen pobretón, vulnerable en todo) con la soberbia sin límites de Armstrong, que, recordémoslo, soñaba con hacer carrera política en el partido republicano. La película de Stephen Frears, The Program, muy ceñida a todo lo probado judicialmente, presenta de forma convincente la inmensa hipocresía del vencedor del cáncer, aunque, seguramente por razones legales, no ahonda en la hipótesis psicológica de su vileza. No se trata de defender la consabida moralina sobre el fair play, que personalmente desdeño, porque el tema del dopaje está lleno de ambigüedades y confusiones; lo grave es que Armstrong, ante todo, significó una insólita sistematización de la prepotencia, un fraude colosal e ideológicamente pútrido que no tiene comparación en la historia del deporte.
Si digo que Armstrong me ha hecho perder varios cientos de horas delante del televisor y que me gustaría poder denunciarle por daños y perjuicios, seguramente mi sinceridad devaluará mi argumento, y algún lector incluso podrá pensar que me comporto con unos aberrantes niveles de odio comparables, por ejemplo, a los de aquellos aficionados del Barça hace años contra Luis Figo. 
Es posible; en realidad, mi único consuelo hoy es imaginar ese relato de héroes y falsos héroes y poner frente a frente, en un duelo imposible, a Ali y a Armstrong (lleno de EPO, para igualar el duelo). ¿Qué puedo adelantar de ese relato? Sólo sé algo seguro: que el Héroe vencerá y todo el pueblo gritará: “Ali, boma yé”. Yo también.

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