"Yo no he muerto en México" (novela)

domingo, 25 de septiembre de 2016

NICARAGUA (I)

La mecedora, más que la hamaca, es el mueble Ikea de la pachorra en Granada, la hermosa ciudad colonial, gozosa de su primacía histórica entre las ciudades americanas de tierra firme. Granada, ahora lo sé, es un topónimo que no decepciona nunca; al otro lado del océano, puedes stendhalianamente cegarte de luminosidad colonial y de maravilla telúrica. Por ejemplo, hay edenes de juguete creados por los muy ricos en las isletas del gran lago, aunque cuando uno navega por esas aguas interiores piensa que en cualquier momento puede encontrarse también al coronel Kurtz y a sus soldados. El mundo digital, en cambio, llega muy poco a poco al país. En cierto sentido, no importa: Google, con todo su magma, nunca podrá suplantar a los volcanes de verdad.
En Granada hay pocos científicos pero abundan los poetas (pronúnciese "puetas"), aunque no parecen haber aprendido mucho del cosmopolitismo del héroe Rubén. Se comunican entre ellos en lo que parece una parodia de la ciudad letrada de Ángel Rama: “sí, pueta”, “gracias, pueta”, “¿cómo estás, pueta?”. Los ciudadanos-poetas de esa república dejan abierta casi siempre la puerta de la casa, y así, sentados en las mecedoras, crean y multiplican los chismes de cada día, mientras luchan contra la humedad que pesa como una piel de plomo.
Al igual que la humedad, Daniel Ortega es omnipresente. La propaganda inunda las calles y promete una Nicaragua “cristiana, socialista y solidaria”, aunque en ocasiones el mensaje parece más una santísima trinidad del nacionalismo de mercado, que también tiene mucho de sacro. En el fondo, los marxistas siempre tuvieron razón: la economía es lo más importante. Daniel, por eso, trata bien a los ricos. Sí, Daniel cada vez rima más con Fidel, pero para compensar, Rosario Murillo es la Hillary Clinton del sandinismo 2.0. Así es la nueva política: se vota pero no se elige.
Los viejos exsandinistas, todos "puetas", se quejan en sus mecedoras de cómo han acabado las cosas, pero la indignación, en realidad, es tibia y casi fatalista. Daniel les ha arrebatado la bandera y tal vez también el relato. Ellos recuerdan los tiempos heroicos pero la biología es infalible: ya no hay energías. Aunque Daniel Ortega sí parece ser inmune al cansancio y sabe perfectamente cómo tantalizar el progreso y la democracia real.
Es cierto que los no sandinistas tuvieron dieciséis años para aplicar sus recetas liberales y no parece que los resultados sean ejemplares. Los vestigios del subdesarrollo continúan: servicios públicos deficientes, universidades mediocres “de zaguán” que prometen una inverosímil excelencia, y un mundo permanente de señores y criados que sigue exhibiendo su oprobio desde los tiempos de la colonia. Sea como sea, eso no importa a los muchos jubilados extranjeros que compran e invierten allí, como tampoco les importa que Granada sea una ciudad sin semáforos. Lo importante es que no hay secuestros-exprés y que es un buen lugar para morirse con la sensación de ser muy rico.

 Seguramente ya no habrá otra revolución nunca, y quizá todo es ahora más o menos aceptable. Pero alguien tendría que preguntarle a las mujeres. Ellas tienen mucho que decir, y apenas lo dicen. También ellas son Nicaragua.

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