"Yo no he muerto en México" (novela)

domingo, 18 de diciembre de 2016

ALMA MATER (II)

Hace unos meses dediqué una entrada a comentar brevemente la situación de la universidad española, pero temo que la magnitud del problema me obligará a convertir esa entrada en la primera de una larga serie. De hecho, yo diría que la reflexión sobre el tema es importante no sólo para los lectores que pertenezcan a mi gremio, sino también para todos aquellos ciudadanos preocupados por los ataques constantes al sector público español por parte de los defensores de la utopía neoliberal.
En ese sentido, dos noticias de las últimas semanas son especialmente relevantes y es conveniente ponerlas en relación aunque aparentemente estén desconectadas. Por un lado, tenemos el descubrimiento del bochornoso currículum plagiador del rector de la Universidad Rey Juan Carlos, que ofrece pocas dudas científicas, por mucha presunción de inocencia que se quiera plantear cautelarmente, y que se agrava todavía más por la patética resistencia del sujeto a dejar su poltrona. No creo que sea el único caso en un futuro próximo: la creciente digitalización de fondos bibliográficos sacará los colores a más de uno/a que aprovechó la vieja cultura analógica para apañar publicaciones copiando de textos añejos o recónditos que creyó que serían eternamente de difícil acceso. Por ese motivo hay que entender que la compulsión plagiadora del rector es más que un hecho constatable: es también la sinécdoque de toda una estructura de poder académico opuesta por principio de Peter a la meritocracia intelectual y que explica en buena medida la instauración de la mediocridad y el nepotismo como normas generales de la universidad española durante décadas. Los rectores españoles, como otras tantas instituciones españolas de la democracia, han gozado genéricamente de una cierta inmunidad que les ha permitido llevar a la práctica sus modelos feudales y crear una clase social de auténticos privilegiados que en ocasiones (lo sé porque lo he visto) no pasan de trabajar una docena de horas a la semana. Digo una docena en total (incluyendo preparación de clases y, ejem, investigación).
Sin embargo, la denuncia de los evidentes privilegios de que ha gozado durante décadas una parte del profesorado universitario español no puede llevarnos a ser indiferentes ante las nuevas medidas neoliberales de ataque a la universidad pública, que ya hace tiempo muchos veníamos intuyendo aunque se han cocinado lenta y discretamente, y que se suman a las aplicadas, por imperativos tecnocráticos europeos, en otras áreas esenciales del Estado. Porque la otra noticia reciente a la que me refería es la publicación de los nuevos requisitos para acceder a los puestos de profesorado universitario funcionario: la Agencia Nacional de Evaluación y Calidad de la Acreditación ha subido notoriamente los niveles de exigencia de las acreditaciones previas que permiten presentarse a cualquier oposición a profesor titular. Aclaro que a mí personalmente no me afecta, pero lo cierto es que yo mismo no cumpliría hoy (después de quince años de experiencia posdoctoral) los criterios, y temo que muchos catedráticos (incluso de los buenos) tampoco. No voy a extenderme en detalles técnicos, pero algunos de los criterios parecen más ambiciosos que los de los tenure de Estados Unidos y son de difícil cumplimiento en áreas donde los posgrados son escasos o donde apenas hay recursos para la investigación y el calendario académico es tan exigente que impide cualquier estancia en centros de investigación internacionales.

Evidentemente, la competitividad universitaria es ineludible desde una perspectiva científica, y, por tanto, es razonable elevar el nivel para seleccionar y motivar óptimamente el talento académico. El primer problema es que el aumento de exigencia y la búsqueda de “excelencia” obligará a trabajar arduamente como docente y como investigador (es decir, en dos facetas cada vez más separadas logística e intelectualmente) sin que eso suponga, en principio, una mejora en los salarios. Pero el asunto es bastante más grave y profundo desde una perspectiva socioeconómica: la inversión durante años (los de vacas gordas) en formación predoctoral y posdoctoral en España ha creado una masa de investigadores y profesores que el sistema ya no puede absorber, porque el sector público debe ajustar sus gastos y hay que minimizar en todos los sentidos el funcionariado, que al parecer vive demasiado confortablemente y es poco productivo sin la sensación de un buen látigo neoliberal sobre la espalda. Por eso, esta situación de atasco es ideal para aplicar medidas implacables que, con la excusa de la necesidad de subir el nivel científico, logren una precarización evidente de investigadores y docentes ahorrando gastos y la vez manteniendo al personal joven con la espada de Damocles del despido o el recorte. Desde esa perspectiva, la carrera académica en España, que hace décadas era comodísima para algunos gracias al enchufismo salvaje, empieza a volverse enormemente complicada y desmotivadora. No hace falta pensar mucho para prever el futuro inmediato: muchos investigadores se irán al extranjero y no será raro que al final quienes entren en el sistema académico sean aquellos que, desde una posición económica familiar más desahogada, se puedan permitir el ejercicio de la paciencia. Con este panorama de colapso universitario, noticias como la desfachatez de algunos altos cargos académicos son especialmente irritantes porque confirman que el reajuste del sistema universitario se va a hacer al revés de como debería ser y, como tantas otras veces, ensañándose con el más débil.

domingo, 11 de diciembre de 2016

 SIMONE

Perezosamente, intento superar mis desfases en el conocimiento de la literatura latinoamericana actual aproximándome a obras que posean algún tipo de aval no demasiado contaminado de mercantilismo; en otras palabras, que no tengan faja con citas de críticos a la violeta y datos borreguiles de ventas. Por esas precauciones, y también por las restricciones de una presbicia desbocada, he llegado tardíamente a la novela ganadora del premio Rómulo Gallegos de 2013, Simone, del puertorriqueño Eduardo Lalo, que he leído en la edición argentina pero que, por lo que he descubierto, acaba de ser publicada en España. Para lectores no especialistas, hay que decir que el Rómulo Gallegos sí es un premio literario de verdad, muy a menudo irrefutable y casi siempre –como en el caso de la edición de 2013- respetable.
SIMONE (NOVELA): LALO, EDUARDO

Ignoro si el premio tuvo algo de cuota geopolítica al premiar a una de las literaturas nacionales menos conocidas a nivel hispánico. De cualquier modo, la novela compone algo así como un paradigma de la frustración literaria del escritor puertorriqueño contemporáneo, burocratizado por el pro pane lucrando de la vida universitaria, mortificado por el infantilismo de la sociedad de consumo, pero sobre todo irritado porque ese tipo de agravios son especialmente difíciles de sobrellevar en los países no hegemónicos y aún más en los que tienen todavía traumas coloniales, como es el caso de Puerto Rico. Descapitalizado simbólica y económicamente, el narrador sin nombre pero nada lejano del propio autor trata de sublimar su alienación analizando la multiforme realidad urbana de San Juan y cotejando su autocastigo con las diversas formas de la lobotomía colectiva. Un amor misterioso –no digo más- alterará las leyes de ese movimiento rutinario.
En ese sentido, la novela formaría parte del excedente de textos metaliterarios y autoficcionales con los que a menudo el escritor actual –es posible que yo mismo lo haya hecho alguna vez- trata de compensar su miopía sociológica y su inseguridad política con el ensimismamiento crítico y autocrítico y algún toque pseudopolicial de enigmas semióticos y misterios textuales. A Lalo le salva, desde luego, la virtud de su prosa, porque parece que se maneja mejor en la dicción que en la ficción, y en ese punto los resultados son ejemplares, como corresponde a un autor que también es poeta y aforista. Hay otro aspecto interesante, y más novedoso, que es el contenido orientalista, en concreto chino, que tal vez sea algo así como un yacimiento literario del nuevo siglo, acorde con la creciente importancia mundial de ese país, y sobre el que habrá que pensar con calma pronto.
Pero mi mayor placer lector con esta novela no deriva de esos esfuerzos, sino del evidente ajuste de cuentas con el que Lalo se despacha en la parte final de la novela, en la que el resentimiento literario se desata y explaya, gozosamente para él y para lectores como yo, contra la pinza terrible que hoy forman el sistema universitario estadounidense y la industria editorial española, dos focos de poder y codicia para el escritor puertorriqueño (pero también de otros muchos países) ante los cuales la resistencia es cada día menor. Lalo ridiculiza y caricaturiza la fatuidad del profesorado hechizado por el posestructuralismo más vacuo y por la tentación del mandarinato, pero es aún más vengativo con el sistema literario español, que resume en la figura de un personaje llamado Juan Rafael García Pardo que parece la quintaesencia del escritor español consagrado por la euroeconomía: arcaico que finge apertura de miras, paternalista y a la vez ignorante hacia lo latinoamericano, condescendiente hasta la náusea, indulgente con un mercado que acepta en virtud de un concepto perverso de democracia, servil con el poder y carente de todo riesgo creativo o existencial. No queda clara la alusión á-clef, pero no costaría demasiado desmontar el retrato robot a partir del canon de la literatura española de la democracia.
Es cierto que el desahogo de Lalo no es precisamente sutil y que a la diatriba se le ven mucho las costuras narrativas, pero esa toma de posición hostil me parece ante todo oportuna frente a la tiñosa mojigatería de tanto escritor o crítico español socialdemócrata de boquilla y neoliberal a la hora de cobrar, y en general frente al capitalismo cultural español, tan prepotente y fanfarrón. Que un escritor latinoamericano se sume a la necesaria impugnación del sistema de poder literario que en España nos ha intoxicado durante décadas gracias, especialmente, al holding de PRISA y al catetismo ilustrado de las universidades españolas, es más que una reacción defensiva de escritor celópata: significa una coincidencia feliz con la labor que desde este lado del océano se está llevando a cabo para desarticular el cuento de hadas de la cultura de la democracia. Ya está bien de jactancia triunfalista por una cultura domesticada de escritores que hacen publicidad para bancos y jamás critican los oligopolios, pero que se escandalizan ante el horrible populismo; una cultura que ha consagrado obras fungibles, ha repartido prebendas y lujos fomentando egos –véase a modo de ejemplo el grotesco espectáculo reciente de Rico vs. Pérez-Reverte-, y que ha promovido con todo el cinismo una hipotética superioridad del libre mercado sobre cualquier racionalización del valor estético. 
Muchos escritores latinoamericanos, tentados comprensiblemente por el poder editorial español, han aceptado las condiciones del mercado, muy a menudo neocoloniales; me alegra comprobar que alguno rompe con la ancestral cortesía latinoamericana y se atreve al menos a hablar del nuevo traje del emperador, aunque sea con excesos epatantes y algo de maximalismo: "cuando murió Franco y se estableció la democracia (...) la literatura española no pudo continuar justificando sus minusvalías y ya no pudo seguir sobrevalorándose a partir de la política de sus autores (...) En una generación, ante el vacío conceptual que creó el fin del franquismo, la literatura española no ha hecho otra cosa que hundirse y mostrar a esa supuesta cultura hispánica su nulidad" (p. 189).
Ojalá cunda el ejemplo.

(Nota para suspicaces: la edición española es de Fórcola, no de Random House o equivalentes.)

domingo, 4 de diciembre de 2016

SAUDADE

Dudo mucho que acabe yo cediendo a la tentación, tan vulgar hoy, de escribir novelas sobre personajes o acontecimientos reales para tratar de vender en las tiendas de los aeropuertos sin forzar mucho la imaginación, pero si así fuera se me ocurren algunos nombres interesantes precisamente porque ya no interesan a casi nadie. Uno de los que más me fascina, por remoto y tenaz, es el filósofo marxista húngaro Georg Lukács.
Acabo de leer la transcripción de un debate radiofónico de 1969 en el que Lukács, desde Budapest, se reencuentra, cincuenta años después, con su antiguo discípulo Arnold Hauser, autor de la famosa Historia social de la literatura y del arte, que habla desde Londres, donde lleva viviendo muchos años. Por supuesto, ha sucedido muchísimo en ese tiempo de separación: Hauser, por ejemplo, pasó diez años haciendo de chico para todo en una oficina de la ciudad inglesa para sobrevivir y Lukács tuvo sus problemas (¡él!) con la ortodoxia soviética. Hauser tiene 77 años y Lukács 84. Pero la conversación termina así:
Lukács: (…) y por lo que se refiere a nuestra discusión quisiera hacer una última pregunta. En Occidente ha surgido últimamente el término “pluralismo” –a mi parecer desprovisto de todo sentido-. La verdad, sin embargo, siempre se da únicamente en el singular.
Hauser: Al menos dentro de las ideologías individuales.
Lukács: Por otro lado, aquí existe el prejuicio de que la verdad se puede determinar de un golpe y literalmente en virtud de la decisión de cualquier institución; un prejuicio tan peligroso como el pluralismo. La verdad es lo que tenemos que reanimar y resucitar mediante el marxismo. Habrá que resolverlo en extensas polémicas; aunque discutamos por una cuestión durante treinta años, el resultado será, al fin y al cabo, solamente una verdad.
Hauser: Y de todas formas a tal verdad solo se llega después de haber transformado la sociedad.
Lukács: ¡Exacto!
Hauser: Seguramente no se puede cambiar primero una cosa particular y en consecuencia, después, la sociedad. No se puede encaminar un nuevo arte sin haber pensado anteriormente en la transformación del camino. Ese es el núcleo del problema, la esencia de nuestro proyecto.
Lukács: Puede ser con seguridad la base de una colaboración plena de discusiones.
(Arnold Hauser, Conversaciones con Lukács, Madrid, Guadarrama, 1978, p. 22. Cursiva del autor)
¿Es tierno o es monstruoso? ¿Es absolutamente anacrónico o tiene algo así como una vigencia oblicua?


Por cierto, dicen que ha muerto Fidel Castro.