"Yo no he muerto en México" (novela)

domingo, 29 de mayo de 2016

REALIDADES

Imaginemos que una pareja joven –española o no, de la mesocracia o del nuevo precariado, da igual- empieza a discutir porque uno de los dos descubre, después de un largo análisis de datos y pruebas, que el otro o la otra es inexplicablemente cicatero a la hora de poner “me gusta” en sus aportaciones en Facebook o YouTube. Lo hace, sí, pero no tanto como debiera. “¿Y qué le cuesta hacerlo? Sólo se trata de un clic”. La discusión sube de tono porque el problema es objetivamente poco importante, pero al mismo tiempo es revelador de algo. A partir de ahí, la relación se resquebraja irreversiblemente, agrietada por suspicacias interminables y rencores acumulativos.
Es un embrión de relato, que puede ser cómico o trágico dependiendo del grado de discusión y el nivel de vanidad. No lo voy a escribir –aviso-, pero el motivo para no hacerlo no es, desde luego, la inverosimilitud. Creo que el nivel de ansiedad privada por el reconocimiento en las redes sociales puede ser, efectivamente, patológico hoy mismo. Hay una historia ahí, como en tantos comportamientos desconcertantes, sin precedentes, incomparables, que nos ofrece el acelerado e invasivo mundo contemporáneo, con sus novedades y zozobras.
La fascinación por la nueva cotidianidad tecnológica puede crear, como pasó en algunos casos vanguardistas, una literatura efímera. Tal vez estemos en una situación similar hoy. Probablemente sea en la serie CSI donde esa ultratecnificación se hace más evidente hasta el punto de ser ella misma la necropsia de un mundo moralmente descompuesto pero a la vez infinitamente dinámico. La serie, desde luego, no es de mis preferidas; es argumentalmente previsible y mecánica, pero pocos productos culturales ofrecen, globalmente, una imagen tan abarcadora de la miríada de extravagancias que constituye el mundo de hoy en las sociedades, digamos, avanzadas (económicamente). Los guionistas de la serie han incorporado una admirable y riquísima casuística de parafilias sexuales, profesiones excéntricas, rituales sociales minoritarios, sutiles procedimientos técnicos y fetichismos culturales que en conjunto supone un inquietante mapa de las nuevas demandas sociales. ¿Será acaso un nuevo tipo de costumbrismo? ¿Un poscostumbrismo, pongamos, ya que parece que no podemos vivir sin algunos prefijos?
Aunque lleva quince temporadas y ha generado dos secuelas (una de ellas, la de Miami, mucho menos interesante en todos los sentidos), cabe esperar que la serie pase pronto a la pérdida de audiencia y de ahí al olvido, para que dejemos de ver tantas mesas de disección y tanta casquería. Pero, en cierto modo, la visibilidad que una serie como esa ha otorgado a todos esos nuevos códigos de la realidad no puede ser pasada por alto. En otro lugar reflexioné sobre cómo los repertorios amplísimos de conductas que ofrece la ficción televisiva proponen hoy retos para el novelista, para el lector y para el crítico. Han pasado algunos años de ese texto y en algunos aspectos creo que la situación ha cambiado para peor, como demuestra el penoso retorno de una serie que tuvo su encanto como fue Expediente X y que augura además lo peor para la continuación, seguramente infame, de Twin Peaks. Por ese motivo quizá los novelistas, que parecen hoy algo intimidados por el creciente poder de esas series, aún tengan más futuro de lo que parece: el abuso mercantil que produce alargamientos lánguidos de las tramas y la incapacidad para crear un auténtico marco final pueden propiciar la supervivencia de formas narrativas no seriales y no susceptibles de spoilers.
Pero para ello hay que saber jugar las batallas que se pueden ganar. No sé si la de la fantasía está ya perdida, pero estoy convencido de que hay esperanzas en otra: la del realismo. Puede que el realismo sea sólo una convención y que no tenga ya la ilusión ontológica con la que nació. Sin duda, tampoco tiene el esplendor político de otros tiempos (tiempos fanáticos, ciertamente), pero sigue siendo, cómo decirlo, un acto racional de solidaridad histórica. Ese tipo de cosas de las que no entiende alguien como Jerry Bruckheimer.
Encontrar la sinécdoque perfecta que de la realidad lleve a un realismo iluminador es, desde luego, algo bastante misterioso y seguramente inalcanzable para muchísimos aspirantes. No basta con fijarse simplemente en lo insólito, como ocurre con mi embrión de relato. Sin embargo, tal vez el mayor problema del realismo hoy no es ese, sino que, por decirlo en pocas palabras, resulta, en la sociedad del ocio, mayoritariamente aburrido. Ello explicaría no sólo el auge de algunas series televisivas, sino también, por ejemplo, la tentación del tremendismo literario. En un mercado tan lleno de opciones no es de extrañar que a veces se compita a base de tremendismo; seguramente Bret Easton Ellis y su American Psycho abrieron ese camino a principios de los noventa. Será por eso que abunda hoy lo que Borges llamaba “las pompas de la muerte”.

Sí, el realismo aburre. Lo que quizá haya que recordar, si somos honestos, es que la realidad del siglo XXI también es más aburrida de lo que parece, a pesar de CSI y de YouTube. Pensemos en esa coincidencia. Explorémosla.

domingo, 22 de mayo de 2016

NADA

Nada que contar, a pesar de las autoimposiciones. Tan simple como eso: nada que decir. El mundo sigue ancho, ajeno y urgente, exigiendo respuestas, contribuciones, compromisos sobre todos los temas. La realidad apremia e inunda. Las reacciones se agolpan compitiendo entre sí. La ansiedad (como la irritación) se cronifica.
Podría intentar decir cosas, seguro; pero no sé si podría vencer la irrelevancia, que es una fuerza que merece respeto, sobre todo en estos tiempos.
Podría hablar de política, como algunos me piden. Sobre Unidos Podemos, por ejemplo. Pero no quiero insistir en mi profecía: el desengaño, antes o después, está garantizado, tanto si ganan como si pierden. De todos modos, quizá logre sentir algo de esa ilusión ajena, aunque sea vicariamente.
Podría hablar de literatura; pero, para qué nos vamos a engañar, estoy en la parte mala de la ciclotimia literaria. La fatuidad, el declive, la impureza, me parecen evidentes, al menos hoy.
No abusaré más de la anáfora e intentaré pensar en positivo, aunque no tengo costumbre. Como ya sabemos que la inmediatez del mundo de hoy es adictiva, quizá sea el momento de intentar una modesta resistencia. Regodearse en la demora, convertir milagrosamente la pereza en un estímulo; deslizarse, con gozo y con calma, por alguna rendija que conduzca del agotador ruido al silencio.

Sí; ahora ya me está gustando esta entrada. Sobre todo por la etiqueta.

domingo, 15 de mayo de 2016

A VUELTAS CON LA HISTORIA Y LA LITERATURA

Por razones estrictamente académicas, estoy dedicándole tiempo a un autor bastante popular al que, sin embargo, apenas había prestado yo atención hasta ahora: el cubano Leonardo Padura. No me interesa más, desde luego, por haber obtenido el premio Princesa de Asturias, que invita a menudo a la desconfianza, como todos los premios monárquicos (Álvaro Mutis, conocido defensor de la institución monárquica, ganó el Príncipe de Asturias, el Reina Sofía y el Cervantes, y hubiera ganado el premio Corinna de haber existido). Debo decir que tampoco me interesa especialmente su aportación al género policiaco, aunque casi por unanimidad se considere original. Y es que entre mis opiniones artísticas más impopulares, hay dos en especial: mi desinterés casi absoluto por el jazz, tan útil en las reuniones sociales de intelectualillos, y la saturación con el género policiaco, cuya combinatoria (a pesar del propio Padura o de True detective) me parece agotada, y que para mí es hoy mucho menos polémico o agresivo políticamente de lo que la mercadotecnia literaria sugiere. No negaré la capacidad de seducción del género, que he sentido a menudo, como lector o como autor. Pero temo que la fascinación por el crimen como relieve de una sociedad que es cada vez más plana puede ser hoy la mejor maniobra de distracción para otro tipo de violencias menos evidentes y más difíciles de representar, sobre todo con vistas al mercado.
En realidad, lo que más me está interesando de Padura es su nuevo acercamiento, en El hombre que amaba a los perros (2009), a uno de los hechos políticos más interesantes y cardinales del siglo XX: el asesinato de Trotski. Aunque ya ha sido tratado muchas veces (pienso en la versión cómica de Cabrera Infante en Tres tristes tigres, en Semprún, en el documental Asaltar los cielos), parece que el mundo posutópico en el que vivimos permite sin problemas revitalizarlo otra vez más, sobre todo desde si se le aplica la perspectiva cubana, que supone una ampliación inapelable del desencanto fundamental.
Hay en ese crimen, y en su antagonismo básico, un fracaso tan colosal que incluso su remanente sigue siendo hoy inquietante y productivo; será, tal vez, por esa curiosa e irrepetible síntesis entre lo individual y lo colectivo, entre la singularidad psicológica y la decisiva encrucijada política, que convierte, de algún modo, ese relato empírico, es decir, real, en una historia con un insólito interés intrínseco. Ramón Mercader, de hecho, tiene esa específica reciedumbre como personaje que en nuestros días casi es más visible en la ficción televisiva que en la narrativa (¿el Doug Stamper de House of cards?).
Sin embargo, ahí es donde entran mis dudas, que nunca formularé desde un punto de vista académico porque forman parte de mi gusto totalmente subjetivo: no sé hasta qué punto la asombrosa verosimilitud con la que trabaja Padura es o no el mayor éxito de la novela. Por supuesto, Padura no se limita a hacer una doble biografía minuciosa y, al parecer, muy bien documentada, de Trotski y de Ramón Mercader, sino que incorpora una tercera perspectiva, cubana, más contemporánea y totalmente ficcional, que garantiza el sentido novelesco del conjunto, a través del tercer protagonista, el escritor fracasado Iván Cárdenas. Pero tal vez la imaginación ficcional queda sólo como corolario de la Historia “real” y verificable, lo que implicaría una cierta inferioridad de la ficción, cada vez más cercana a a su disolución y confundida por tanto ardid epistemológico. En otras palabras: el hecho real garantiza la suspensión de la incredulidad, que es quizá la parte más difícil del trabajo novelesco, y el añadido ficcional libera al texto del dogmatismo de cumplir con la “verdad de los hechos” y de arrogarse por tanto una responsabilidad excesiva. Algo parecido, diría yo, a las estrategias de Javier Cercas en Soldados de Salamina, publicada, por cierto, en la misma editorial. De ese modo, la hibridación funciona como escudo protector contra cualquier ataque, venga del lado de los historiadores o de los novelistas.

Lógicamente, un escritor puede elegir la fórmula que quiera y no aspiro a proponer recetas infalibles. Pero me interesan estas cuestiones porque atañen a algo decisivo para críticos y creadores: el repertorio de posibilidades del novelista en un momento determinado, un repertorio muy difícil de objetivar. Y eso me lleva a otra cuestión más personal: a lo mejor debo buscar un hecho real para relanzar mi alicaída carrera novelística. Y un hecho impactante y tremendo, a ser posible. O sea: nada de mi propia experiencia.

domingo, 8 de mayo de 2016


1986

Propuesta imposible de sinopsis para un episodio de esa curiosa (por lo absurdo, básicamente) serie titulada El Ministerio del Tiempo, que está gustando mucho a todos menos, creo, a los historiadores de verdad: “unos malvados agentes poscomunistas y anticapitalistas, resentidos con la evolución de la literatura española de la era democrática, quieren viajar a 1986 con el objetivo de impedir que Juan Benet redacte un manifiesto con firmas de intelectuales para pedir el voto afirmativo sobre la permanencia de España en la OTAN. En realidad, no sólo quieren que Felipe González pierda el referéndum y se vea obligado a dimitir, poniendo en peligro la modernización socialdemócrata del país: lo que intentan conseguir los oscuros agentes del Mal es reconducir la cultura española para evitar la concentración en torno al poder político y económico y mantener así una vanguardia intelectual y artística de tipo crítico. Creen que es la única manera de conseguir que la literatura española no claudique ante las exigencias cada vez más tentadoras de la economía de mercado. Los agentes del Ministerio tendrán que proteger a Benet, en especial, cuando trata de conseguir la decisiva firma de Rafael Sánchez Ferlosio”.
En realidad, los regresos al pasado y los bucles temporales que tanto nos ha vendido la cultura cinematográfica estadounidense y que ahora imitamos me resultan profundamente aburridos, pero admito que en alguna de mis novelas inéditas (léase fallidas) intenté, sin recursos fantásticos, situar un capítulo en 1986 con la intención clara de encontrar claves en ese año que compensaran la fascinación reiterativa y monótona por 1981 y el 23-F, de lo cual ya hablé en otra ocasión. Para muchos de nosotros, el referéndum sobre la permanencia de España en la OTAN fue una cala decisiva de la educación político-sentimental. Aprendimos cómo funcionan las batallas propagandísticas en la era democrática y entendimos cómo el pragmatismo empezaba a convertirse en un nuevo marco cognitivo para el español medio deseoso de sentarse en el banquete europeo. Y, sobre todo, aprendimos a perder; porque desde entonces hemos perdido una y otra vez.
Retrospectivamente, podríamos ajustar cuentas con los compromisos adquiridos por los intelectuales y artistas en aquella ocasión fundamental, que supuso más riesgos para Felipe González que el mismo caso GAL, pero comprobar hoy los firmantes de los manifiestos a favor y en contra de la permanencia es un ejercicio curioso que puede deparar más de una sorpresa. Recordemos, por ejemplo, que el líder de la Plataforma Cívica para la Salida de España de la OTAN era ni más ni menos que Antonio Gala (antes de ganar el Planeta, por supuesto).
Es igualmente tentador comparar la actividad de los intelectuales en aquella ocasión con el “No a la guerra” en los años del aznarismo, al tratarse de dos movilizaciones muy visibles y con muchos nombres célebres involucrados. Pero creo que la de 1986 tiene mucha más trascendencia y tal vez ayuda a comprender algunas dominantes culturales de la democracia española. En 1986, los intelectuales anti-OTAN hicieron causa común con el Partido Comunista de España frente a la posición infiel del PSOE. La tremenda derrota de ese frente confirmó que el PCE era un barco que se hundía definitivamente y que había perdido toda la fuerza de atracción que tuvo durante el antifranquismo, por lo que se hizo evidente para muchos que había que buscar nuevas compañías.
No creo que haya prueba mejor de la intemperie en la que quedó la izquierda no socialdemócrata, ya sin liderazgo social, arrinconada por la mayoría absoluta del PSOE y su creciente poder cultural, un poder dedicado en buena medida a fomentar la amnesia colectiva y el europeísmo enfático. No se trata únicamente de la caída del comunismo como doctrina y programa, sino de algo más sutil y menos dogmático: de la devaluación de una específica idea de la cultura como vanguardia crítica e impugnación, como riesgo y problematización, y todo en favor de un nuevo pacto entre autores y público con la imprescindible mediación empresarial. El desprestigio del radicalismo político tuvo así su correlato en el desprestigio de la audacia propositiva sobre todo en literatura, de modo que se confirmara la ilusión de verdad del Welfare State y sus idolatrados consensos.
¿Cómo no relacionar ese declive de la cultura crítica en los ochenta con la progresiva y cada vez más abierta aceptación por parte de muchos escritores e intelectuales de las reglas del mercado y con la política de recompensas simbólicas y materiales que empezaron a recibir por parte de instituciones de todo tipo? El cambio de expectativas lectoras, potenciado por una industria cultural creciente y sabrosa y por la crítica cómplice, se legitimó con la coartada europeísta y generó una inflación de literatura con pretensiones posmodernas, ávida de sumarse al tren de la Historia ganando lectores y no perdiéndolos con textos problemáticos, amargos, indigestos o pesimistas. De Beltenebros, un crítico (y uno de los mejores) llegó a decir que sería la novela policíaca que Borges hubiera escrito de haberse dedicado a la novela. Y no hablemos de la fatuidad de inventos como la “Generación X”.
Se trató, en pocas palabras, de negar cualquier posible indicio de decadencia cultural y practicar al mismo tiempo la más clara homología: si el país y su economía progresaban, su literatura también debía hacerlo, y además anunciarlo de la manera más orgullosa, porque en esa literatura la nueva sociedad podía reconocerse a sí misma felizmente moderna y libre. Lo contrario sería, en cierto modo, ir en contra de la nueva lógica democrática, al desajustar la recién inaugurada y modélica sinergia entre ciudadanos libres, empresas, poder político y escritores. En la zona de nadie, resistiendo, quedaron Vázquez Montalbán, Juan Goytisolo y algunos pocos más (quizá algunos Soldados Desconocidos a los que no he leído y que están enterrados en el subsuelo del canon).
No quiero con ello decir, como hacen algunos casi siempre con seudónimo, que no haya obras valiosas en la literatura española de la democracia. Lo que siempre me ha preocupado es la tendencia centrípeta, homogeneizadora, conformista en último término, que, entre otros muchos efectos negativos, ha convertido la natural aspiración del escritor a la profesionalización en el modelo más respaldado y glorificado de comportamiento literario; esa tendencia tiene consecuencias evidentes sobre las que los críticos –mucho más que los lectores convencionales-, deberían reflexionar, manteniendo siempre la actitud vigilante y selectiva y conteniendo en la medida de lo posible la voracidad sin límites de las oligarquías, sean culturales o políticas o las dos cosas a la vez. Pero ese el gran déficit que seguimos arrastrando: no tanto la calidad de los textos en sí, como la pobreza del debate sobre los valores literarios. Un debate que en otras décadas fue vigoroso e incluso fanático, pero que en la España de la democracia ha sido esporádico, superficial y, por qué no decirlo, cobarde.

(Un planteamiento más extenso sobre éstas y otras cuestiones cercanas, aquí.)

viernes, 6 de mayo de 2016

MÁS DE LO MISMO (PERO PARA SER JUSTOS)

En mi última entrada critiqué la incorporación del intelectual mexicano Enrique Krauze a la lucha propagandística contra Pablo Iglesias y Podemos que están llevando a cabo, con escaso disimulo y menor elegancia, varios medios de comunicación españoles. Uno de mis argumentos fue que Krauze, como tantos otros, ve la inminencia del apocalipsis populista en España y es sin embargo indulgente con otros contextos políticos objetivamente más vulnerables hoy, como es el caso de México.
La falta de ponderación que imponen la rapidez y la brevedad de los nuevos medios tecnológicos de comunicación puede atrofiar el debate intelectual y no quiero, en la medida de lo que supone este humilde foro, caer en las tan abundantes y groseras simplificaciones de cualquier opinante de la red (o de la prensa) propenso a la caricatura y la descalificación sólo para conseguir seguidores y likes, y así subir su ego tecnocultural. Por eso, después de dudarlo, he roto mi promesa privado de sólo publicar los domingos y he decidido añadir una última nota sobre el tema.

No lo ha hecho, desde luego, para rebatirme a mí, pero lo cierto es que Krauze acaba de publicar esta misma semana un artículo en Letras libres diagnosticando la situación actual de México de un modo bastante diferente al de, pongamos, Fernando del Paso en el discurso del premio Cervantes. El balance no ofrece, en principio, nada nuevo: en mi opinión, Krauze sigue siendo indulgente con la precaria democracia del país y con la mayoría de su clase política dominante, y mantiene la dosis habitual de injustificado optimismo liberal, a partir de la idea de que el fin de la dictadura perfecta priísta en 2000 abrió el camino irreversible y ascendente de la democratización. Pasa por alto muchísimos aspectos, desde las polémicas elecciones de 2006 hasta la evidencia insoportable de la pobreza ya endémica y rutinaria de millones de habitantes. Pero el artículo, y esto me parece lo más importante, es un análisis largo y no precipitado, y posee un cierto equilibrio a la hora de reconocer y confrontar problemas; un equilibrio del que, desde luego, carecía su análisis sobre Iglesias. Por eso creo que es honesto por mi parte ofrecer su lectura desde aquí para que el discurso ajeno no quede comprimido ni manipulado, como tan a menudo se hace hoy, y para que sea viable, para cualquier lector, la confrontación abierta de posiciones; así evito –creo- hablar de Krauze como él habla de Iglesias, y, por tanto, evito incurrir en un error simétrico al suyo.

domingo, 1 de mayo de 2016

SIGUE ACTIVA LA ALERTA GENERAL

Y llegaron los refuerzos, en este caso fichados del extranjero: Enrique Krauze, el heredero de Octavio Paz, también conocido como el Montaigne de Anáhuac, se suma a la campaña contra Pablo Iglesias y Podemos. No deja de asombrarme el toque de reunión (en términos de mi colega y sin embargo amiga Claudia Gilman) de cierta intelectualidad hegemónica para defenderse de la terrible amenaza que supone alguien que aspira a ser presidente siendo profesor de universidad y que, como buen leninista totalitario, publica en New Left Review (publicar en El país o en Claves de razón práctica es otra cosa, ya lo sabemos, frente a los think-tanks de la izquierda, laboratorios de la opresión). Me asombra, sobre todo, por la torpeza: la reacción desaforada y mercenaria de algunos clercs de nuestro tiempo -muy similar a la de muchos informativos y editoriales de la prensa- no hace más que generar simpatía y votantes potenciales entre las nuevas generaciones, que pueden adolecer, seguramente, de ignorancia histórica y falta de sedimento cultural, pero que no son totalmente ciegos a la hora de percibir los privilegios de clase de los sedicentes intelectuales independientes (y aquí se me ocurre imitar a Gene Hackman en Sin perdón: “¿Independientes? ¿Independientes de qué?”).
Por razones personales y también académicas, soy especialmente sensible a las relaciones hispanomexicanas, y por eso reacciono con urticaria cuando veo la hipersensibilidad de alguien como Krauze frente a la venezolización fatal e inevitable de España en comparación con el paraíso mexicano, que, como sabemos, tanto avanza, cada día, en derechos humanos y democracia. Por supuesto, el gran problema de Iglesias es, para Krauze, su obsesión por la teoría: increíblemente, en el colmo de la soberbia intelectual, tiene una teoría y quiere llevarla a la práctica, lo que implica ingeniería social y, de manera inevitable, represión y a la larga exterminio. La alternativa es conformarnos con la praxis sin teoría de Rajoy o Peña Nieto, famosos por su sensibilidad lectora y la amplitud de sus referencias bibliográficas.
Admitamos sin paliativos el fracaso del actual experimento bolivariano, aunque resulte muy significativa la desmedida atención que Venezuela obtiene hoy en España teniendo en cuenta los escasísimos conocimientos que el 99% de la población española tiene sobre el país (a ver cuántos son capaces de decir, sin wikitrampas, quién gobernaba antes de Chávez, o dos escritores venezolanos de cualquier época). Pero los que tenemos cierta familiaridad con los debates intelectuales y culturales latinoamericanos sabemos que todo es algo más complejo de lo que parece desde la ignorante metrópoli, y que Laclau y compañía -referentes, al parecer, de Iglesias- no son fáciles de extrapolar a los contextos europeos. Pero es que además, la querella pública que se centra hoy en Iglesias tiene otras ramificaciones, menos importantes para el ciudadano medio, pero muy significativas para los que nos preocupamos, grosso modo, por la producción de cultura. Me refiero a la pelea sectorial en la que los intelectuales hegemónicos españoles o cofinanciados en España defienden su status quo ante la posibilidad de ser desplazados o, más sencillamente, ante el simple hecho de que su voz ya no tenga el eco de antes, por lo que convierten sus pseudoproblemas en una especie de amenaza global para el futuro de la Humanidad.
En la disputa por el monopolio del conocimiento (y su valor económico), en la que la universidad resiste hoy a duras penas y en la que, admitámoslo, comete muchos errores, el batallón intelectual lleva desde Zola intentando ganarse la poltrona. Es cierto que el bando intelectual ha sufrido durante el siglo XX importantes desgracias que no se pueden minimizar; pero llegó al siglo XXI con la ilusión de que la popperiana sociedad abierta les iba a conceder por fin el status de ensueño de nueva aristocracia dedicada a producir cultura y firmar libros. En España, la ilusión fue especialmente convincente: durante casi treinta años, el negocio cultural funcionó bien para unos cuantos, en crecimiento permanente, fomentando un optimismo histórico y una comodidad que parecía ilimitada. Sin embargo, ahora que por fin parecía todo encarrilado, aparece la sociedad digital y cualquier tontaina les quita las medallas (y el bolo televisivo) con sólo escribir 140 caracteres, sin una tilde. Por no hablar del pirateo. Frente a este fin de ciclo, algunos hacen palinodias poco creíbles (Muñoz Molina) y otros sufren escozores espectaculares (véase la reacción de Jon Juaristi al libro de Sánchez Cuenca).
Y en eso se presenta en escena alguien como Iglesias, que desata las alarmas de la celosa intelectualidad dominante. Alberto Garzón es inofensivo, en comparación, porque su techo electoral es clarísimo por su estigma comunista; Iglesias, en cambio, ha aprendido de los errores estratégicos de Julio Anguita y domina mucho mejor la comunicación masiva. Es tacticista como el que más y sabe debatir ante diversos niveles de público, incluidos esos intelectuales que siempre se creyeron guardianes de la dignidad crítica. Por eso, ante la posibilidad de que cautive a las nuevas generaciones de lectores y votantes, se vuelve necesario subir el nivel de la lucha propagandística echando mano de todos los recursos, incluidos los gladiadores intelectuales. 


No tengo ningún interés en defender a Iglesias ni a Podemos, que me parecen ambiguos y superficiales en muchos aspectos; lo que me interesa es reflexionar sobre cómo la sola posibilidad de que un profesor de universidad determine la política nacional ha desatado la reacción de toda la guardia de corps liberal. Los argumentos contra Iglesias y su círculo, más allá de las hipérboles leninistas o goebbelsianas, se resumen en dos: son demasiado académicos y tienen maquiavélicas estrategias planificadas para que triunfe el populismo(teoría de Krauze) y son académicos que proceden de la corrupta y degradada universidad española (argumento de Félix de Azúa en otro memorable texto).

Podría comprar los dos argumentos, desde luego. Pero tanta beligerancia contrasta fuertemente con años y años de letargo crítico hacia el poder en España. A ello hay que añadir que sorprende la sospechosa indulgencia con una clase política, la española no podemita, más propicia a la caricatura que a los posdoctorados. Será que son preferibles políticos que han estudiado en la escuela del partido toda la vida, como Susana Díaz. O quizá será que los intelectuales pueden influir y presionar mejor en esos políticos digamos menos eruditos
Por otro lado, asombra que aparezca por fin el debate sobre el bajo nivel de las universidades españolas y los riesgos de dejarse guiar por sus pontífices. ¿Ahora nos damos cuenta de que la universidad española es un nido de prevaricaciones disimuladas, clientelismos, enchufes, despilfarros en comilonas y pensamiento fosilizado? ¿Ahora, no antes, en los treinta años en los que han estado ahí el mismo Azúa, Juaristi, Savater, de Miguel y tantos otros, incluidos los mandarines de la crítica literaria? La universidad española es, en muchos sentidos, un desastre desde hace tiempo (desde fray Luis de León, si me apuran) y todos los que estamos dentro lo sabemos, aunque muchos no se atrevan a decirlo. Si empezamos a criticar el sistema universitario español y sus repercusiones aberrantes, me temo que Podemos no es prioritario, aunque sólo sea por antigüedad.
Insisto en que tengo bastantes objeciones a la estrategia y el ideario de Pablo Iglesias. Pero no puedo negar que me divierte el evidente reconcomio de una elite letrada que, oblicuamente, al advertirnos de la larvaria satrapía de Podemos, nos está revelando muchos de sus temores más íntimos, al tiempo que nos está informando de cómo ha funcionado el sistema de posiciones en el campo intelectual español durante las últimas décadas (para mí el año clave es 1986, con el referéndum de la OTAN, que enseñó a los intelectuales españoles cuál era el camino de la supervivencia). Habrá que ver si se produce finalmente el reajuste y llega el sorpassono sólo en el terreno político, sino también en el de la cultura, donde la batalla se ha recrudecido inesperadamente.