"Yo no he muerto en México" (novela)

domingo, 26 de junio de 2016

CIERRE (POR DESCANSO DEL PERSONAL)


Después de seis meses de prueba, llega el momento de reflexionar y de darle un reposo a este blog, y la casualidad o una traición inconsciente han hecho que coincida ese momento con una fecha tan importante para España como es la de hoy. Habrá tiempo de comentar con calma los resultados y las perspectivas; porque –lo adelanto- es seguro que volveré en septiembre.
Estos meses de debut bloguero han sido de tanteos y de consolidación de unas pautas, que, para bien o para mal, espero mantener el futuro y que se resumen en tres prioridades: evitar el amontonamiento de entradas peregrinas y narcisistas que abusen de la paciencia lectora; escapar, salvo excepciones, de la adicción frenética a la actualidad y a la novedad en todos los órdenes (incluido el literario); y no incurrir en la invectiva grosera y el sarcasmo de brocha gorda que tanto abundan hoy en la red. La intención es continuar así en septiembre, añadiendo algún posible experimento, como podría ser la publicación aquí por entregas de una nueva novela, que es una idea que hace tiempo que me seduce.

Hasta entonces, saludos a todos (especialmente, a los misteriosos lectores que han llegado a este blog desde Luxemburgo o Israel) y feliz verano. En la medida de lo posible, claro.

domingo, 19 de junio de 2016

¿QUÉ HACER?

La primera tentación a la hora de hablar del horizonte político español es recurrir a la clásica fatalidad, porque hay tantos motivos para la crítica y la decepción que al final todos se amazacotan en un pesimismo metafísico y castizo: como tantas veces y de tantas maneras se ha dicho, España no tiene solución. Y Cataluña tampoco, por cierto. El debate televisivo del pasado domingo (cosmético, monológico, falsario) confirmaría nuestra ubicación real fuera del GPS: estamos sencillamente en un laberinto y todas las posibles salidas son engañosas y taimadas.
El ciego optimismo histórico de nuestra europeización en estos treinta y cuatro años (¿alguien se acuerda ahora de los que protestaban contra el Tratado de Maastricht?) ha dado paso a la profunda desilusión de descubrir que estamos en un posición vulnerable, a medio camino de todo, en la parte pobre del club de los ricos, desorientados por la boba esperanza de un progreso y una abundancia ilimitados y la triste realidad de que no se puede escapar al dominio de la implacable tecnocracia económica, porque las cuentas no salen: la masa salarial no crecerá más ni que sea lentamente, como tampoco el gasto social. Es la socialdemocracia encarnada en el PSOE la que peor ha sabido asimilar los nuevos rumbos: seducida en su momento por los cantos de sirena liberales del crecimiento económico (la creación de riqueza que sustituyó al mito de la redistribución), se ha encontrado sin discurso genuino, estrangulada por su propio pragmatismo y por su exceso de empatía con las oligarquías económicas. Strauss-Kahn y tantos otros amigos del lujo y la opulencia (muchos de ellos españoles) han debilitado enormemente el prestigio moral de esa socialdemocracia que aspiraba, ni más ni menos, que a humanizar el capitalismo. Cuánta ingenuidad. O mala fe.
En España, la socialdemocracia resucitó en 2004 gracias a la vehemencia del impulso antiaznarista, pero Rodríguez Zapatero dilapidó todo su capital político en la segunda legislatura, con decisiones gravísimas, como la traicionera reforma del artículo 135 de la Constitución, error histórico que pagará el socialismo español durante muchos años, y que además merece pagar. A partir de ahí, el derrumbe (la “pasokización”) parece imparable, hasta el punto de que Podemos, en otra de sus metamorfosis tacticistas, le está arrebatando delante de las narices y con insultante facilidad las credenciales socialdemócratas.
Tampoco le ha ido muy bien el nuevo siglo a Izquierda Unida, después de más de veinte años ejerciendo la parte más visible pero a la vez la más ingrata de la resistencia política española. Su mejor destino, a corto plazo, es la supervivencia; objetivamente no le quedaba alternativa al pacto con Podemos. Es posible que haya pecado de inmovilismo y no haya sabido leer los nuevos tiempos, pero hay que recordar que Izquierda Unida se había esforzado no en ser el partido de los guapos y de la telegenia, sino el del debate teórico y la coherencia programática más allá de los encandilamientos del europeísmo codicioso e insolidario. Sin embargo, el juvenilismo tecnológico y lampiño está arrumbando lo que quedaba de comunismo, cosa que algún día lamentaremos. Pero ya sabemos que el mundo de hoy es el de La Sexta noche, no el de La clave.
De todos modos, hay que reconocer que el fenómeno Podemos tiene algo de milagroso. Que en sólo dos años de actividad política Pablo Iglesias pueda convertirse en presidente o al menos en alternativa real de poder es un objeto de estudio interesantísimo para politólogos. Entre otras cosas, el éxito demostraría que la democracia liberal no es del todo predecible, lo que admite una lectura positiva en países de baja calidad democrática, como España. En algunos aspectos, con todo, lo han tenido más fácil de lo que parece: el hartazgo social y la simplificación de los mensajes en la nueva sociedad audiovisual favorecen las soluciones mesiánicas (como han favorecido el independentismo catalán), pero es que además la descomposición moral del bipartidismo, cada vez más escaso de ejemplos cívicos y modelos convincentes de honestidad y compromiso, exige una ventilación inmediata de la clase política. A ello hay que añadir que Podemos ha sabido astutamente utilizar mecanismos de autocorrección: no sólo sus frecuentes giros programáticos, sino, y sobre todo, la eliminación de su perfil más agresivo y tosco, encarnado de forma clara por Juan Carlos Monedero.
Como experimento y desafío imprevisto, Podemos está, se diga lo que se diga, muy lejos de las extravagancias de Donald Trump, y de la misma manera está lejos del partido más radical del escenario político español, la monolítica y pintoresca CUP catalana, que sí se toma en serio el anticapitalismo, aunque lo mezcle con el hipernacionalismo. Podemos, en cambio, adolece de indefinición en muchos aspectos y esa ha sido una estrategia deliberada, para ampliar su espectro de votantes incluyendo todo tipo de indignados y desencantados. Pero esa estrategia también puede ser la tumba del partido a medio plazo. Su calculada ductilidad les ha permitido aglutinar una cierta unidad popular sin recurrir a la vieja conciencia de clase, pero habrá que ver qué bases teóricas (sobre todo en la relación con Europa y el capitalismo) garantizan la cohesión de sus votantes a partir de ahora. Ese es, sin duda, un punto débil claro, y que lo vayan resolviendo sobre la marcha los dirigentes sólo indica que quizá el modelo no sea el chavismo sino el siempre confuso y maleable peronismo argentino.
Es posible que tengan (como todos los partidos, de hecho) una agenda visible y otra agenda oculta; la visible sería la moderada y transversal, tan amable como sospechosa; la oculta sería la radical, centrada en su núcleo dirigente, del cual no sabemos hasta qué punto se mantienen las ideas antiliberales de hace algunos años. Sea como sea, cualquiera de las dos agendas es difícilmente viable dentro del contexto europeo, y les espera por tanto el mismo destino que a Varoufakis. Es evidente que el sueño de una Europa capitalista y paradisiaca se agrieta cada día más y muestra sus evidentes falacias, pero la verdadera transformación social no dejará de ser quimérica si la resistencia es tan ambivalente y fluctuante como en el caso de Podemos.

Lo mejor que le podría pasar a Podemos es, desde luego, no llegar al poder, sino quedarse como líderes de la oposición, manejando cuotas de poder local y autonómico. Pero eso puede significar la terrible consecuencia de que Rajoy, el hombre que no se sabe si sube o baja las escaleras, gobierne otros cuatro años, lo que ahora mismo no es descartable. Y es que, como acaba de demostrar el caso del Perú, que hace apenas dos semanas estuvo a punto de volver, por vías democráticas, a las tinieblas del fujimorismo, bajar la guardia  a la hora de votar sigue teniendo sus altos riesgos. Soy de los que cree que el nihilismo tiene casi siempre razón; pero en política procuro desmentirme a mí mismo.

domingo, 12 de junio de 2016

LA MEDALLA

La muerte de Muhammad Ali me ha hecho pensar de nuevo en la abusiva frecuencia con la que los medios deportivos, tan pobres en recursos retóricos, utilizan el adjetivo “mítico” (y no hablemos de los inacabables juegos de palabras con Crónica de una muerte anunciada, que avergonzarían al Gabo). En el caso de Ali, sin embargo, es menos exagerado que en otros. Si alguna figura del mundo del deporte se acerca, por su excepcionalidad, al arquetipo del héroe, seguramente sería el boxeador antes conocido como Cassius Clay. Tuvo significado político, como Jesse Owens, pero les distancia la enorme arrogancia –a veces estrafalaria, siempre orgullosa- del boxeador; del mismo modo, otros grandes deportistas más o menos coetáneos, como Mark Spitz, Kareem Abdul-Jabbar o Pelé, palidecen ante su carisma y ante su insuperable combinación de teatro y técnica. Puede que, de haber sido joven hoy, Ali estuviera atado por los contratos publicitarios y sólo se dedicara a anunciar natillas, hacerse fotos egocéntricas en Instagram y salir en programas como El hormiguero; sea como sea, Ali ha quedado como el protagonista de uno de los más interesantes relatos ofrecidos por el mundo del deporte hasta ahora, lejos de la trivialidad y la hueca idolatría que tanto abundan. Sería en cierto modo un Héroe, sí, de similar manera a como Nadia Comaneci sería la Princesa y Bobby Fischer encarnaría inmejorablemente al Genio o Brujo.
No soy aficionado al boxeo, en buena medida por invencibles reparos éticos, pero no me cuesta entender la fascinación que genera ese deporte. Aun así, mi curiosidad en ese ámbito se limita básicamente a Ali y nació por Norman Mailer; pero no por su libro, sino por su intervención en el estupendo documental When We Were Kings, centrado en el famosísimo combate de Kinshasa en 1974 contra George Foreman; un combate antológico que fue acompañado de días de juerga y concierto y en el que los devotos de Ali animaban a su campeón gritando sin descanso: “Ali, boma yé” (“Ali, mátalo”). Por razones de edad, no supe nada de esa pelea hasta muchos años después (creo que mi primer recuerdo impactante del mundo del deporte fue el accidente de Nikki Lauda; más exactamente, el rostro de Lauda). Descubrirlo fue, cómo decirlo, una sorpresa literaria: había un relato ahí, efectivamente, un buen relato incluso, con un significado dilatado que superaba todas las demás vacías e inanes crónicas de victorias y derrotas en cualquier deporte. Y desde entonces busco, desbrozando entre la medianía de los tópicos y el cortoplacismo de la noticia diaria, algún tipo de relato perdurable que pueda funcionar como síntesis de toda la polivalencia del deporte, que va desde la vacuidad y la impostura hasta ciertas dosis inhabituales de singularidad y abismo.
Aunque cada vez hay más novelas y películas sobre el deporte, la importancia social, económica e ideológica del tema, que es inmensa hoy, no se corresponde con la atención artística recibida. El desajuste quizá se explique porque el mundo del deporte tiene una importante dosis de infantilismo y cacarea demasiado esas categorías (“mito”, “tragedia, “épica”, “gesta”, “leyenda”), hasta acabar volviéndolas inútiles. O quizá sea porque la cultura del éxito y la competitividad es mucho más poderosa de lo que pensamos, aunque la desdeñemos con motivos “intelectuales”, y no es tan fácil atacarla, por lo que cualquier creador corre el riesgo de acabar glorificando los aspectos más banales, a modo de la típica película estadounidense sobre cómo el deporte enseña valores dentro del Sueño Americano.
Lo cierto es que he seguido muchos “duelos del siglo”, desde que Sebastian Coe y Steve Ovett a finales de los setenta pusieran de moda el medio fondo del atletismo. Aquél fue un duelo magnifico, que abrió el camino para la exaltación, a menudo hiperbólica, del antagonismo entre deportistas. Algunos perdedores de esos duelos han sido especialmente tiernos, como uno algo anterior, el ciclista Poulidor, paradigma de fracaso por sus catorce participaciones sin ganar el Tour de Francia y rozando ocho veces la victoria. Pero como perdedor literario, quizá le faltaba algo: esa pasión que curiosamente sí tenía su rival Anquetil, muerto de forma prematura.
A veces los antagonismos sí han tenido trascendencia objetiva, por ejemplo en un duelo fascinante y muy polémico, por sus connotaciones políticas, que fue el de Karpov y Kasparov en el Campeonato del Mundo de Ajedrez de 1984, enfrentamiento que puede ser leído hoy como otro de los signos que anunciaban el fin del comunismo. De hecho, hoy pocos recuerdan el enorme poder que el bloque comunista tenía sobre los deportes olímpicos, a pesar de Estados Unidos, como demuestra el hecho de que los mejores jugadores de la NBA no pudieran participar en los Juegos hasta 1992. La guerra fría deportiva, en la que algunos –lo admito- simpatizábamos demasiado con los soviéticos, deparó muchos momentos curiosos que quizá haya que revisar con calma algún día.
Por supuesto, el mundo del deporte tiene tragedias auténticas, como la muerte de Ayrton Senna, así como una infinidad de personajes desgarrados por adicciones y problemas, desde Sócrates hasta Maradona pasando por Marco Pantani. En realidad, sólo se trata de escarbar un poco para encontrar, por debajo de la apariencia del glamour y la euforia, la evidencia inapelable de la descomposición social y la magnitud de muchos tipos de fracaso. Pau Gasol pasa ahora como ejemplo de deportista ejemplar y probablemente haya que defenderlo, sobre todo viendo el grotesco espectáculo de los que aplauden a Messi a su llegada a los juzgados; pero también existe la antítesis perfecta de Gasol, uno de los jugadores con los que compartió su primer gran triunfo y del que hoy nadie se acuerda, aunque su historia sea objetivamente triste.
Aun así, son tantos los nombres, los datos y las posibilidades, que el repertorio se vuelve inabarcable y el consenso difícil. Quizá necesitemos algún criterio de selección; quizá deberíamos empezar por un valor absoluto, un grado máximo que sirva para orientarnos y clarificar todo ese caos. Tal vez necesitamos, como en los cuentos de hadas, un Enemigo. Y hay un candidato insuperable para encarnar a ese Enemigo.
Lance Armstrong. El Usurpador. El Falso Héroe.
La historia del deporte está llena de tramposos (muchos de ellos, seguramente, no los conocemos todavía), pero no se puede comparar, por ejemplo, a Ben Johnson (ojos grandes y tristes, origen pobretón, vulnerable en todo) con la soberbia sin límites de Armstrong, que, recordémoslo, soñaba con hacer carrera política en el partido republicano. La película de Stephen Frears, The Program, muy ceñida a todo lo probado judicialmente, presenta de forma convincente la inmensa hipocresía del vencedor del cáncer, aunque, seguramente por razones legales, no ahonda en la hipótesis psicológica de su vileza. No se trata de defender la consabida moralina sobre el fair play, que personalmente desdeño, porque el tema del dopaje está lleno de ambigüedades y confusiones; lo grave es que Armstrong, ante todo, significó una insólita sistematización de la prepotencia, un fraude colosal e ideológicamente pútrido que no tiene comparación en la historia del deporte.
Si digo que Armstrong me ha hecho perder varios cientos de horas delante del televisor y que me gustaría poder denunciarle por daños y perjuicios, seguramente mi sinceridad devaluará mi argumento, y algún lector incluso podrá pensar que me comporto con unos aberrantes niveles de odio comparables, por ejemplo, a los de aquellos aficionados del Barça hace años contra Luis Figo. 
Es posible; en realidad, mi único consuelo hoy es imaginar ese relato de héroes y falsos héroes y poner frente a frente, en un duelo imposible, a Ali y a Armstrong (lleno de EPO, para igualar el duelo). ¿Qué puedo adelantar de ese relato? Sólo sé algo seguro: que el Héroe vencerá y todo el pueblo gritará: “Ali, boma yé”. Yo también.

domingo, 5 de junio de 2016

LA CUARTA PERSONA DEL PLURAL

Una antología literaria puede parecerse a un museo y también a un vulgar escaparate de bulevar, pero, sea como sea, parece difícil negar su utilidad, siquiera para el juego de las polémicas, siempre tan ameno y estimulante en nuestro gremio. La de Vicente Luis Mora, La cuarta persona del plural. Antología de poesía española contemporánea (1978-2015), me ha resultado especialmente interesante y no tengo ninguna duda de que, ante todo, es oportuna, porque la superabundancia de la producción poética actual en España exige algún superlector que jerarquice y que por ello se ofrezca a ser inmolado como árbitro sobre el que se fijan todas las miradas. Tengo algunos reparos, y que me perdonen Eliot o Paz, ante la figura del “crítico practicante”, pero hay que reconocer que en la extensa introducción Mora se mortifica, incluso demasiado, a la hora de exponer sus criterios y de admitir los flancos débiles; ojalá toda la crítica literaria española fuera tan autoconsciente.
Por supuesto, la selección de poetas puede y debe ser cuestionada, pero yo tampoco escapo a la subjetividad: mi primera reflexión sobre la antología fue que mi hermano podría estar perfectamente incluido en ella. De cualquier modo, la poesía española contemporánea no es mi ámbito de trabajo y mi conocimiento de los poetas seleccionados es sin duda mejorable. Me limitaré, pudorosamente, a decir que la lista me parece justificada -lo cual es un mínimo bastante satisfactorio-, aunque en el caso de la cuota plurinacional (hay representantes de la poesía en catalán, gallego o euskera) temo que la evidente buena intención del antólogo no es del todo compatible con una visión sistémica de la literatura (serán o no serán naciones, y no me interesa discutirlo aquí, pero sí creo que son sistemas literarios diferentes, aunque estén interrelacionados de muchas maneras).
Me centraré, por tanto, en la introducción, en la que Mora se suma, con buenos argumentos, a una empresa que cada vez es más sólida, al amparo de los nuevos vientos políticos y sociológicos: el reajuste valorativo de la literatura española de la democracia. Es un tema al que en este blog he intentado prestarle bastante atención, por considerarlo una cuenta pendiente que seguimos pagando hoy en España y que explica cierta pobreza moral e intelectual de nuestro tiempo (así como la riqueza pecuniaria de algunos). Me alegra comprobar que, poco a poco, la estrategia antihegemónica empieza a extenderse y a consolidarse, y, aunque seguramente se sumarán advenedizos deseosos de ocupar la poltrona vacía, yo diría que estamos ya en condiciones de articular un relato alternativo que problematice la sospechosa y a veces infame connivencia entre poder y literatura que ha dominado en España desde 1982.
Mora defiende con orgullo a los poetas seleccionados, pero recuerda, con la misma razón, que la literatura española no tiene hoy ni un Pynchon ni un Coetzee (y yo añadiría que no tenemos ni siquiera un Houellebecq, y creo que nos haría falta). La literatura hegemónica en España desde hace tres décadas ha sido una literatura, como indica Mora, de “baja intensidad”; en poesía el daño ha sido quizá más profundo, al crear una enorme distancia, económica y simbólica, entre la ortodoxia y la multitud de periféricos. Una ortodoxia (“la poesía de la experiencia”, digámoslo claro) que incluye a ambivalentes y astutos “funcionarios antisistema” –así los llama Mora- y a poetas tan bohemios como aquél que fue capaz de comprar el millón de libros de una librería neoyorquina. Pero Mora pone además el dedo en la llaga sobre una cuestión bastante conocida en el boca-oreja del gremio pero que pocos se han atrevido a enunciar abiertamente: la complicidad entre esa poesía accesible y cómoda y las demandas de un tipo específico de lector, el profesor de literatura, particularmente de enseñanza secundaria. Aquí llegamos, desde luego, a un asunto crucial: la mediocridad, histórica y además creciente, de la enseñanza de la literatura en España, fomentada verticalmente desde el ámbito universitario y arraigada en los otros niveles educativos.
Cualquiera con un mínimo de apertura mental (es decir, que haya estudiado alguna vez fuera de España) sabe que se aprende más de literatura española con el Manual de literatura para caníbales, de Rafael Reig, que con toda la Historia y crítica de Francisco Rico, repertorio de telarañas carpetovetónicas y positivismo rancio. Mora hace una descripción bastante ajustada (e ingeniosa) acerca de cómo la sombra de una determinada filología (la de Lázaro Carreter, básicamente) ha atrofiado la capacidad analítica de muchísimos lectores que han acabado siendo maestros o profesores, lo que ha consolidado a su vez, circular y viciosamente, unas expectativas literarias cada vez menos autoexigentes. Por supuesto, el primer nivel de responsabilidad está en la universidad, donde la enseñanza de la literatura se define todavía hoy por un feudalismo intelectual y administrativo que ha postergado gravemente los avances de la teoría literaria y, en general, del pensamiento crítico, lo que tiene consecuencias más allá del consumo de tal o cual género literario (como se señala en este interesante artículo). De hecho, y esto no lo menciona Mora, a veces pienso que la específica vinculación que en España podemos encontrar entre lengua y literatura nacionales, heredada claramente del franquismo, todavía funciona, en 2016, como una especie de inconsciente cultural imperialista, que en buena medida ayudaría a explicar dos fenómenos: la autoindulgencia con el bajo nivel de conocimiento de otras lenguas, que sigue dejándonos en evidencia en cualquier aeropuerto del mundo (y en la mayoría de los cines españoles), y la especial irritación que en algunos sectores y algunas geografías produce la defensa (también a veces dogmática, cierto) que los catalanohablantes hacen de su lengua.
La debilidad de la enseñanza superior española, lastrada aún por la endogamia, el caciquismo rectoral y ahora también por la falta de recursos económicos, puede ser así otro factor que ha contribuido decisivamente a privilegiar esa literatura de ”perfil bajo”, al crear lectores y profesores también de perfil bajo y además una bibliografía consagratoria. Mora incide en ese aspecto de forma lúcida, y me parece que el tema queda abierto para continuaciones que son necesarias.
 Pero la introducción no se limita a este problema específicamente español, sino que plantea cuestiones de mayor alcance teórico, relativas al problema del canon, que es, por supuesto, esencial a la hora de entender y practicar cualquier antología. El asunto es, desde luego, muy complejo como para tratarlo aquí y no me avergüenza pasar por cobarde. Diré, eso sí, que Harold Bloom no es uno de mis ídolos; pero también diré que comparto la inquietud de muchos por la expansión de una espuria idea de democracia cultural basada en un igualitarismo inocentón que acaba siendo, se admita o no, cómplice de las nada democráticas tiranías del mercado.

Mora, voluntariosamente, se enfrenta (como han hecho otros ya en el mundo hispánico, y pienso ahora en Beatriz Sarlo) al verdadero problema literario de nuestro tiempo: el reto de replantear la necesidad de una tabla de valores que asuma cierta inmanencia estética objetivable sin por ello desdeñar los avances que han supuesto determinadas críticas al canon (por eurocéntrico, patriarcal, etc.). Para ello recurre a la categoría de excelencia, relectura del inveterado concepto de lo sublime apoyada en la objetividad de las estructuras literarias complejas. Aunque por momentos tienda a una abstracción excesiva y atemporal que entra en contradicción, creo yo, con el impulso social e histórico de su propia toma de posición como crítico (a la hora precisamente de criticar a autores e instituciones españolas), me parece que la propuesta, por muy discutible que sea, le otorga densidad y ambición a la antología, con lo que ésta adquiere otra innegable virtud: obliga a una respuesta extensa que esté al menos al mismo nivel reflexivo, lo que, desde luego, es mucho para esta reseña de hoy.