YA ESTÁ AQUÍ
En estas últimas fechas, las dos
tierras que han marcado mi vida han sufrido experiencias impactantes que he
vivido en la distancia y con dos de las peores secuelas de la lejanía: la
angustia empática y la impotencia. En México, y en especial en mi querida Cholula, el
terremoto ha sacado lo mejor de la sociedad civil, por lo que he podido leer, frente
a un Estado que sigue siendo lento e ineficaz. En Cataluña, en cambio, la
sociedad se moviliza de modo muy distinto, agrietándose y avanzando directamente
hacia un desastre cuyos perfiles empiezan a dibujarse. La crispación y el odio
crecen de forma irrefrenable, y no hay fuerzas telúricas a las que culpar. Los
expertos algún día tendrán que estudiar cómo la propia idea de democracia entró
increíblemente en una situación de aporía.
Los que aún creemos en la
superioridad moral y jurídica del Estado español (el Estado, no el PP) frente
al neoEstado o protoEstado surgido de la desobediencia, la obsesión identitaria
y la división de la clase trabajadora, no podemos sino estar alarmados ante la
incomparable torpeza de Rajoy en la gestión del problema. Al igual que Zapatero
con la crisis de 2010, Rajoy está sobrepasado por los acontecimientos y ha
confiado en exceso en lo que creía su mejor virtud (o la única): esa paciencia
con la que evitó en la crisis la opción del rescate, y que parecía ser su mejor
aval político. Sin embargo, presionado por los que le exigían dureza para
evitar otro 9-N, ha mostrado que su pobreza discursiva no es un signo de
sensatez, sino de incapacidad. Su operación policial ha sido catastrófica, y no
sólo por el uso excesivo e inútil de la fuerza, sino por la ineptitud de todo
el dispositivo, que siempre ha ido un paso por detrás de la Generalitat, como
demuestra, entre otras cosas, el asombroso fiasco de la búsqueda de urnas.
Rajoy no tiene un plan ni lo ha
tenido nunca. Durante años algunos periodistas presumieron de conocer la
existencia de negociaciones informales entre Madrid y Barcelona para solucionar
el problema o dar pasos en esa dirección. Empiezo a dudar que todo eso haya
sido real. La suerte –por decirlo de alguna manera rápida- se le acaba a Rajoy,
y que el Rey tenga que salir a salvar su cabeza es todavía menos tranquilizador
(no le doy ni una línea más al monarca).
Del otro lado del bloqueo, sigue el
fanatismo. Porque sólo el fanatismo puede llevar a sostener una
barbaridad como la declaración unilateral de independencia. Aun aceptando como verosímil el irregular resultado
del referéndum, el balance sigue siendo el mismo desde hace un año y medio:
empate. Punto más o punto menos. Es decir, sigue sin haber una mayoría clara que justifique tanto desgaste, por lo que la declaración funciona más que nada como un gesto inequívocamente autoritario dentro de un pulso chulesco.
México y Cataluña. Lo más triste,
desde mi perspectiva personal, es que una de las razones para dejar México y mi
buena posición personal allá fue la sensación de inseguridad en muchos ámbitos que
el país transmite y que a un tímido como yo le dificultaba el planteamiento de
un proyecto vital a largo plazo. Y sin embargo, es ahora cuando vivo la peor experiencia
política como ciudadano que me ha tocado conocer: una incertidumbre angustiosa
ante el futuro.
Tantos años leyendo testimonios,
análisis y relatos sobre el tema, hablando de ello en clases o en bares,
incluso creando ficciones en las que personajes discutían con nostalgia o con rencor
o con amargura o con entusiasmo, y ahora está aquí: es la revolución. Y como
aprendí ya hace algún tiempo después de tantas lecturas, la revolución, por muy mítica que parezca, no tiene ni puta gracia.
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