TREGUA
IMPRECISA
El
procés no ha muerto, desde luego, pero sí ha cerrado un ciclo -seguramente su
primer ciclo-, en el que se han cumplido finalmente algunas de las amenazas temidas
y anunciadas desde hacía tiempo pero que en realidad hasta hace solo dos o tres años
parecían inconcebibles. Dentro de esas amenazas, algunas
han resultado más implacables que otras: es cierto, como se ha dicho
ingeniosamente en la prensa, que el Estado ha liberado finalmente al Kraken –el
artículo 155-, pero sus efectos administrativos parecen tibios y pasajeros en
comparación con la intervención del poder judicial, mucho más demoledora y
visible, con las consecuencias que ello tiene en el ámbito de lo simbólico, que
es donde el independentismo cree que tiene más fuerzas y más capacidad de
persuasión, dentro y fuera de España.
En
cambio, las amenazas del otro bando han resultado bastante poco consistentes;
por suerte, debo decir. La declaración de la república, llena de vacilaciones y
amagos, ha acabado siendo un fracaso que ni siquiera puede dejar satisfechos a
los propios independentistas, que se ven obligados a conformarse con una
fantasía Matrix de país virtual y efímero. El acatamiento del artículo 155
parece general y la desobediencia civil masiva ha sido afortunadamente
descartada de momento, a pesar de algunas llamadas poco tenaces a la defensa de
la república.
Hay
que admitir, en ese sentido, que la lógica subversiva del gobierno catalán se
ha encauzado finalmente bajo una mínima sensatez ante lo imposible de sus objetivos, salvo en el caso estrambótico
de Puigdemont, cuyo comportamiento empieza a ser involuntariamente paródico. El
precio, como sabemos, ha sido el sacrificio de un grupo de héroes nacionales
con vocación martirológica. Sin embargo, visto el balance actual del pulso
entre Cataluña y España, cabría preguntarse si ha valido la pena para el propio
independentismo acercarse tanto al precipicio. ¿Era necesario llegar hasta el extremo de la DUI? Los consellers que no han huido
han asumido con masoquismo patriótico su expiación, pero el resultado global de
su estrategia no parece justificar ahora mismo ninguna euforia por el futuro. Traicionados
por su ansiedad irrefrenable y la de sus masas impacientes, han apostado fuerte
sin tener las mejores cartas y ahora están atascados en un bucle ante el que no
es fácil la salida ideológica, aunque ya sabemos que muchas veces el
independentismo se ha autocorregido ya, y que la apelación a las pasiones
colectivas siempre ayuda. Pero el desgaste ha sido enorme. Para ellos y para todos.
El
caso es que el independentismo prometió mucho pero está otra vez donde estaba
hace dos años, con la variante de los presos, la huida de empresas y, eso es cierto, con mayor
visibilidad internacional (creo que sí es importante que el New York Times
publicara un artículo de Junqueras, y quizá eso podría relacionarse con lo que
a mí siempre me pareció un apoyo muy débil de Trump a Rajoy en su reciente
encuentro). Pero con vistas a las elecciones del 21 de diciembre, el escenario
no invita al optimismo, y tampoco para el gobierno español. ¿Habrá, por fin, algo de realismo, o empezaremos otra
vez el mismo camino de Día de la Marmota? ¿Otra vez plebiscito? ¿Otra vez "mandato democrático"? ¿Otra declaración de la república, o la misma, o una nueva
con suplemento, o la de repuesto? ¿Y después qué, otra vez el 155? ¿Quién puede
aguantar otro año así?
Hemos
ganado algo de tiempo para un repliegue estratégico de todos los bandos y una
posible, que no segura, racionalización de las decisiones, pero todo apunta a
que el próximo Parlament sera parecido al anterior. Eso significa que el tema va
para largo. El primer ciclo se ha cerrado, y las víctimas son evidentes.
Algunos -los políticos encarcelados-, en alto grado; otros –los ciudadanos normales- en grado menor. No veo a
los ganadores por ninguna parte.