POR QUÉ VERANO AZUL ES MEJOR QUE JUEGO DE TRONOS
La
respuesta, en realidad, es fácil y previsible: porque "Chanquete ha muerto". Y a Jon Snow, en cambio, nada ni nadie puede
matarlo -al menos hasta ahora-, aunque ha habido intentos, y algunos incluso muy
elaborados. Es cierto que en la serie sobre los Siete Reinos han abundado las
muertes y que algunas han sido de lo más contundente (me quedo con la de la
hija de Stannis Baratheon), pero la resistencia de Snow a la muerte empieza a
ser especialmente irritante y a revelar una infantil ansiedad colectiva por la
salvación del héroe. Y todo para seguir gozando del producto y evitar el horror vacui del nuevo sujeto espectador.
Por
el contrario, Chanquete murió, y eso, desde luego, nos evitó más temporadas de
blandenguería estival y popularismo tontorrón, cosa que algunos agradecemos. De
hecho, el propio director, Antonio Mercero, se lamentó tiempo después de que
matar a Chanquete frustró un negocio que podía haber durado muchos años, al
estilo de la horripilante Farmacia de
guardia, otro producto Ñ de Ñoño del amigo Mercero. Con todo, no se puede
minimizar el trauma pop que para una generación supuso el inesperado infarto
del dueño de La Dorada. En su estudio sobre la televisión de la Transición,
Manuel Palacio sugiere que en la conciencia colectiva española Chanquete se
había convertido en el reverso democrático y tolerante de otro anciano que había intentado ser el abuelo amable de los españoles, llamado Francisco
Franco, y ese antagonismo explicaría el impacto emocional de la serie en un
país que se abría a la democracia.
Aunque era una serie repelente y melodramática en el peor sentido, Verano azul se basaba en una idea elemental de cierre o clausura que concedía prioridad a la muerte del protagonista. Ese es un aspecto narratológico que hoy está precisamente en un cambio
diríamos funcional, como consecuencia de las nuevas demandas del público
consumidor y la lucha creciente por la hegemonía de la ficción entre la vieja novela
y el storytelling audiovisual. No es
indispensable matar a un protagonista, y sin duda tampoco es fácil (lo que le
costó a García Márquez matar al coronel Aureliano Buendía, según él mismo
contaba), pero desde luego existe una gran diferencia entre matar al héroe o
dejarlo vivo. Es obvio, pero no por eso hay que dejar de recordarlo, y por eso quizá deberíamos también repensar hoy a Frank Kermode.
Cervantes
mató a don Quijote para que no le salieran más Avellanedas. Y Borges mató a
Martín Fierro porque José Hernández fue medroso y mal escritor en la segunda
parte de su obra sobre el gaucho cantor y matrero. Pero es tal vez la falsa
muerte de Sherlock Holmes en las cataratas de Suiza el preámbulo de las
resurrecciones comerciales que amenazan hoy con convertir las ficciones de
consumo masivo en un negocio milagrero. Algunos precedentes dentro de esa
cultura masiva son engañifas comerciales que con el tiempo avergüenzan, como la
falsa muerte de Superman a manos de Juicio Final o la resurrección de Jean Grey
en X-Men. El cómic de superhéroes es seguramente el peor laboratorio de óbitos tramposos, aunque es cierto que el guionista
Jim Starlin consiguió que el universo Marvel matara hace más de treinta años a
uno de sus héroes, el Capitán Marvel, y que yo sepa nadie lo ha resucitado
desde entonces (quizá esa muerte sea solamente comparable a otra muerte excepcional y hasta cierto punto desconcertante de un personaje: me refiero al único deceso en veinte años de universo de Springfield, el de Maud Flanders, en Los Simpson). Aunque la muerte más extravagante de la cultura masiva es, sin duda,
la de Bobby Ewing en la teleserie Dallas
a mediados de los ochenta. Es difícil encontrar un ejemplo más audaz de
suspensión de la incredulidad: después de morir asesinado al final de la octava
temporada, al principio de la décima –es decir, más de un año después- sabemos
que su muerte nunca sucedió porque fue un sueño de otra protagonista. Un sueño
que, digamos, duró treinta capítulos de casi una hora de duración, en lo que
constituye un asombroso ejemplo de cómo los pactos con el lector o espectador
pueden renegociarse siempre (alguna serie de Telecinco cometió una abominación narrativa similar, si no recuerdo mal).
La
ficción televisiva, tan potente hoy, abunda en ese tipo de estrategias como
corresponde a su intrínseca naturaleza serial (dejo al margen casos como el de Black Mirror). Al malvadísimo fumador de
Expediente X, por ejemplo, podemos
razonablemente darlo por muerto al menos tres veces, y de hecho la última vez
un misil es lanzado a la cueva donde se esconde. Aun así, sigue moviendo los
hilos de la conspiración en la última temporada de la serie. Y qué podemos decir del
cáncer inoperable de Walter White, que no es precisamente lo que le lleva a la
tumba.
No
se trata solamente de una cuestión de descaro mercantil a la hora de prolongar
artificiosamente los productos mientras tienen audiencia. Creo que el punto
débil de esas ficciones es mucho más importante, porque tiene que ver con
razones ideológicas. Al fin y al cabo, si la muerte del héroe es el final del
texto o la obra -es decir, la enmarca-, con ello se determina una imagen
concreta del mundo. Y la negación de ese marco o su postergación elástica ofrecen
otra imagen: el no final. Un no final que implica básicamente una negación de
la finitud humana, de la temporalidad. No me parece aventurado plantear que con esa no clausura se nos vende un simulacro pueril de eternidad propio de la sociedad de consumo, que
quiere proporcionarnos héroes a toda costa para que disfrutemos del juguete
hasta que se gaste o nos cansemos. Parafraseando al poeta, así la muerte no tendrá
señorío, y el capitalismo nos calmará cualquier ansiedad por vivir en un
mundo laico y sin trascendencia.
Olvidar
la muerte o reconvertirla en bucle son dos signos de cómo el capitalismo vuelve
una vez más a vencer tanto a la utopía como al nihilismo. Pero en ese punto es
donde la novela, la vieja novela, con su aliento trágico, aún puede conservar
una innegable superioridad semántica sobre otros tipos de ficciones que
infravaloran o desdeñan ciertas certezas incómodas. Y cuando hablo de
novelas, hablo también de las mías. Ahí es a donde quería llegar hoy, y como creo que ya
he llegado, me callo. Porque hay que saber respetar la importancia de los finales.
Y mientras tanto, los mejores ingenieros se especializan en la obsolescencia de los cachivaches que diseñan. La muerte programada y su única resurrección posible: una nueva compra, cuya mercancía será aún más efímera que la anterior.
ResponderEliminarPosdata: la muerte de Chanquete y el gol mundial de Iniesta son los dos hechos de mayor impacto televisivo en la democracia española. No se me ocurre ningún otro para completar el podio que esté a la altura. ¿Y a ti?
Un abrazo!
¿La teta de Sabrina?
ResponderEliminarjajaja... Seguramente sí, "La teta de Sabrina". No quedaría mal como título para una novela sobre esa época.
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