"Yo no he muerto en México" (novela)

domingo, 22 de enero de 2017

PATRIA

¿La tenemos, por fin? ¿Tenemos la Gran Novela sobre el terrorismo vasco, sobre la cuestión política más grave y trágica de la España democrática? ¿Será que por fin la narrativa española empieza a encarar los problemas decisivos y a abandonar el perfil bajo con el que funcionó plácidamente en los tiempos felices del crecimiento económico y la alienación colectiva?
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Como mínimo, habría que decir que más de un escritor español (sea del tipo cipotudo, del anglófilo o del intelectualoide) debería tomar nota de algo que Patria revela y a la vez perpetúa: el vigente poder de la novela para explorar la auténtica jerarquía de los problemas sociales. Por eso no creo que sea muy arriesgado afirmar que esta novela de Fernando Aramburu va a convertirse en un jalón de la novelística española de la democracia. Aunque también es cierto que jalones ha habido muchos desde La verdad sobre el caso Savolta, e incluso Historias del Kronen y Nocilla Dream lo fueron, en cierto modo; y también es posible, en ese sentido, que el éxito de Patria sea un impacto comparable al que en su momento fue otra "novela del año", Soldados de Salamina, ante todo como problematización que busca un amplio rango lector, y que por tanto busca un nicho de mercado, especialmente ahora que la batalla vasca ya no es tan violenta ni en el terreno policial ni en el simbólico. Sin duda, Aramburu ha gozado por eso de una ventaja evidente y el tiempo le ha permitido evitar el linchamiento brutal que, por ejemplo, recibió el intento de ecuanimidad de Julio Medem con La pelota vasca. Por otro lado, el hecho de que incluso la siempre detestable Telecinco cree ya miniseries de tema vasco (inspiradas en una novela, digamos, de Rafael Vera, que seguramente escribirá mejor que Corcuera), aumenta la inquietud ante el posible advenimiento de múltiples productos artísticos oportunistas centrados en el terrorismo vasco.
En realidad, las condiciones de adaptabilidad de la novela de Aramburu –vivaz, dinámica, poco lírica y a veces muy transparente- permiten pensar que pronto la veremos traducida a imágenes. Pero no se puede objetar mucho más a la solución formal adoptada por el novelista: su realismo, apoyado en la versatilidad de la representación de los discursos mentales y orales de los personajes, es penetrante y luminoso, está lleno de delicias narrativas en forma de perfiles íntimos sufrientes y complejos y tiene un completo despliegue de relaciones de causa y efecto que explican el denso movimiento social de un espacio concreto y limitado sin necesidad de incurrir en los tópicos de la querella permanente sobre la cuestión vasca. Y no le falta imaginación estructural: convertir en núcleo de la novela no tanto el enigma de un crimen como la petición de perdón sobre un crimen es una audacia neopoliciaca arriesgada pero que funciona felizmente, en el límite justo, creo, de la contención sentimental y el mensaje redentorista.

Hay terrorismo y hay terror en esta novela, que expone sin concesiones la intensidad asfixiante y totalizadora de la violencia, e incluso describe la enorme fuerza social y también militar que ETA llegó a tener –no nos engañemos- en determinados momentos. Sin duda, el tribalismo feroz del mundo rural (con personajes viles como ese cura casi decimonónico) es registrado con minuciosidad, aunque esa concentración sociológica es al mismo tiempo fortaleza y debilidad del texto. Al haberse centrado en dos núcleos familiares rurales, la novela gana en emotividad (y en sentimentalismo, dirán algunos) pero carece de esa verticalidad necesaria para entender determinados mecanismos de poder (de un bando y del otro) que han sido fundamentales en la gestación, la intensificación y ahora la solución de la violencia. Esa verticalidad es la que, por ejemplo, tan bien supo rentabilizar literariamente Vargas Llosa en Conversación en La Catedral, paradigma de novela sobre la corrupción moral de un periodo histórico ominoso (con personajes como el inolvidable Cayo Bermúdez). O la que más recientemente plantea otro peruano, Alonso Cueto, en la extraordinaria Grandes miradas, que afronta la terrible violencia de Estado en los tiempos de Fujimori atreviéndose a explorar en la ficción la interioridad despótica y miserable del mismísimo Vladimiro Montesinos. Desde esa perspectiva, como novela sobre el trauma histórico de la violencia, Patria funciona perfectamente dentro de la reflexión que permite su acotamiento sociológico. Habrá que ver qué novelista se decide a partir de ahora a completar la necesaria exploración elevando y diversificando el alcance crítico. 

domingo, 15 de enero de 2017

SITUACIÓN ACTUAL DE UN FANTASMA


El año que acaba de terminar ha sido bastante intenso en necrológicas de personajes célebres, lo que, en una sociedad tan ruidosa y fetichista como la de nuestro tiempo, ha provocado una epidemia de plañiderismo que amenaza con sustituir definitivamente la vela y la corona de flores por el lloriqueo virtual y exhibicionista en 140 caracteres. Pero junto a esta hipertrofia del duelo, hay otro problema creciente: la sociedad de la información –de la logorrea, más exactamente- tiende a atormentarnos cada día más convirtiendo el calendario en una tortura de sucesivas efemérides ideales para el bucle de la nadería disfrazada de análisis concienzudo y original. Me permito adelantarme a los hechos para advertir de algunas cosas que nos esperan este año y así poder callarme tranquilamente cuando llegue el momento: este otoño tenemos, por ejemplo, el centenario del triunfo de la Revolución Rusa y el cincuentenario de la muerte del Che Guevara.
Si finalmente se casa, este será así un año redondo para Vargas Llosa, y por supuesto para los predicadores del cebrianismo, porque no faltarán las miradas condescendientes de Cercas, Cruz, Savater y tantos otros (Torreblanca es el júnior subido a titular, ansioso por ganarse el puesto). Temo que el revisionismo anticomunista se vaya a desatar en sus diferentes variantes: desde la paternalista y pragmática hasta el ensañamiento estadístico con momentos gore sacados de Koba, el Temible o de El libro negro del comunismo. Simétricamente, no faltarán los nostálgicos desorientados que inundarán las redes sociales con la famosa fotografía de Alberto Korda al Che sin darse cuenta, por ejemplo, de que esa imagen icónica anticipó la triste conversión de Pessoa o Kafka en merchandising turístico de Lisboa o Praga. Mientras, en España, Podemos, con su asepsia característica y su adanismo resultón y fotogénico, pasará de puntillas sobre el tema, tratando de no enlodarse en el siempre incómodo anticapitalismo, con el cual, como bien saben, difícilmente se va a llegar al poder en una sociedad capitalista. Por eso, Pablo Iglesias parece saber de Gramsci, pero cuando quiere decir cosas claras e importantes para la transformación social recurre a Twin Peaks, como en un ridículo vídeo que intenta hacer pasar por iconoclasta y que confirma los malos augurios para la lluvia de ideas en Vistalegre 2. Porque una cosa es evitar el paleocomunismo y renovar el discurso crítico, y otra cosa muy distinta es dulcificar el mensaje eludiendo el debate central sobre el verdadero margen de acción política en la era del capitalismo global: en pocas palabras, evitando decir si Podemos cree en la generación de la riqueza o en la redistribución de la misma. Eso sí, peor lo tiene, por supuesto, el Partido Comunista de España, disuelto ya, quizá de manera irremediable, en la nueva gaseosa izquierdista. No se sabe qué es peor: que lance ahora gritos cavernarios al estilo Francisco Frutos o que permanezca en silencio dejando que el lenguaje marxista siga su deriva arcaizante, idónea para las nuevas generaciones que creen que el muro de Berlín estaba en América.

Seamos claros: el socialismo real fracasó. Pero eso no significa, pongamos, que ahora sean buenas las películas de Rambo. Y sobre todo, no invalida la necesidad de mantener una crítica implacable al capitalismo, crítica que es imposible si se prescinde del utillaje de herencia marxista. La reducción cuantitativa de la lucha armada a nivel mundial es sin duda una buena noticia, pero el ajuste de cuentas con la violencia revolucionaria y el mesianismo o la concepción foquista de la Revolución corre hoy el riesgo de convertirse en una apología permanente de la Arcadia neoliberal y de las bondades de la plusvalía. Además, la mitificación del Che Guevara puede resultarnos hoy cándida o pavorosa, según se mire, pero el proceso simbólico es más complejo de lo que parece ahora y no se puede resumir, desde luego, en una camiseta. Bastaría recordar que la figura de Guevara en su momento generó homenajes literarios de autores tan diversos como Julio Cortázar, Ernesto Sabato o Max Aub. Pero no es eso lo más importante, en realidad, porque incluso Neruda dijo vergonzosas palabras sobre Stalin. La valoración histórica de Guevara (o de Lenin) debe ser ponderada, sin omitir, por supuesto, la dimensión trágica y violenta del personaje, pero también sin incurrir en ese tipo de autopsia maniquea que olvida interesadamente otras genealogías de la violencia y de la opresión. Es un buen ejercicio de historia contar cuántos países en el mundo podían presumir de democracia en los años sesenta del siglo XX; incluso en las propias democracias liberales más estables fueron necesarias figuras como la de Luther King. Por cierto, por ahí se acerca otra efeméride: su asesinato, sobre el que hablaremos, pero ya el año que viene.