"Yo no he muerto en México" (novela)

domingo, 26 de marzo de 2017

LOBEZNO HA VUELTO

(Pensaba leer y reseñar la novela de Javier Cercas, pero, francamente, prefiero dedicar mi tiempo a Lobezno.) 
Sí: como él mismo diría, Lobezno ha vuelto. Su séptima película como personaje protagonista le confirma como uno de los más destacados reclamos de la industria del ocio actual, que mueve millones de dólares por todo el mundo y genera una producción simbólica de innegables efectos globalizadores. Por ese motivo podríamos situarlo ya a la altura de James Tiberius Kirk, Mr. Spock, Batman, Superman, Spiderman, James Bond, Indiana Jones, Darth Vader y algunos más, personajes que forman un repertorio sin el cual es difícil comprender el poder actual de un determinado tipo de cultura, que, nacida de bases populares (a menudo juveniles y enfáticamente masculinas) e infravalorada durante mucho tiempo desde el punto de vista estético, sostiene ahora un enorme negocio franquiciado que aprovecha al máximo las posibilidades de la nueva sociedad tecnológica y que ha sabido captar a base de dólares a creadores que empezaron sus carreras con algo de riesgo (American Beauty, Memento, Usual Suspects, Cop Land). 
Quizás esté abusando de la comparación, pero en cierto modo el negocio certifica el ciclo ascendente de la presencia cultural de estos personajes, como el que tuvieron en su momento los héroes griegos, los artúricos y los de la literatura anglosajona decimonónica. Sí, ya sé que suena a blasfemia literaria y ramalazo pop, pero qué quieren que les diga, prefiero estos productos estadounidenses antes que a Alatriste (o Falcó). Y por mucho que los desdeñemos, su importancia socioeconómica e ideológica es hoy por hoy más notoria, lamentablemente, que la de Stephen Dedalus o Hans Castorp.
Pero tal vez lo más interesante desde el punto de vista narrativo sea el lento y consciente proceso de sublimación o como mínimo dignificación que la industria del cine ha llevado a cabo para conectar la nostalgia de los primeros consumidores de estos productos -la mayoría en edad madura hoy, pero dotados de suficiente poder adquisitivo- con las generaciones herederas, que no vivieron el nacimiento de esa cultura y que entran ya directamente en la nueva fase. No es una buena noticia para el lenguaje del cómic, que probablemente ya ha pasado su edad de oro, como la ópera en su momento, y que difícilmente sobrevivirá a las nuevas seducciones que ofrece el omnipresente mundo audiovisual.
Ese fenómeno de maduración realista es ya muy evidente en la película Logan: la presbicia de Lobezno y la senilidad imparable de Charles Xavier son muestras de un notorio esfuerzo de verosimilización de los héroes, y a ello se añaden algunos toques pedantones para espectadores que exigen algo más que saltos mareantes y cuchilladas: de ahí la referencia –demasiado subrayada, en mi opinión- a Raíces profundas e incluso el recurso tan literario de la mise en abyme, que también podemos encontrar en la película. Pero nada de esto hubiera funcionado igual si el personaje no tuviera unas bases sólidas desde hace más de treinta años; desde los tiempos en los que algunos ya nos esforzábamos por imaginar una posible adaptación cinematográfica del cómic y pensábamos que Sonny Landham (el Billy de Depredador) podía ser una buena opción. De hecho, ya en 1981, en el famoso "Days of The Future Past" (The Uncanny X-Men nº 141-142) se planteaba una distopía futura en la que aparecía un Lobezno canoso y decadente como líder de un movimiento de resistencia ante los robots exterminadores de mutantes (antes de Terminator, por cierto).
Lo curioso es que el atractivo de Lobezno es absolutamente imposible de encontrar en su primera aparición en cómic, allá por 1978, si no me equivoco, de la mano del guionista Len Wein, que lo enfrenta a Hulk como mercenario a sueldo del gobierno para atrapar al monstruo verde. Al año siguiente el cómic se tradujo al castellano, y pudimos conocer ya a Wolverine, primero como Lobato. Pero el personaje carecía de los rasgos que luego le han hecho popular; aparecía siempre enmascarado y ni siquiera se decía de él que era mutante ni canadiense ni que tenía el cuerpo velludo hasta casi la hipertricosis.
Su inclusión en los nuevos X-Men poco después tampoco parecía augurarle demasiado protagonismo futuro, pero, a diferencia de otros héroes que empezaron protagonizando su propia colección, Lobezno ha ido creciendo semánticamente y pasando de ser personaje plano a personaje redondo, por decirlo en términos básicos. No siempre ese tipo de experimentos salen bien, como podríamos ver hoy en la confusa y pretenciosa serie de televisión Legión, sobre el hijo de Charles Xavier. En el caso de Lobezno, la clave fue, como sabemos, la intervención del guionista inglés Chris Claremont, responsable también de otro de los giros psicológicos fundamentales en la historia del cómic de superhéroes: la conversión moral de Magneto (es Claremont el que convierte al personaje en víctima del nazismo para justificar su agresividad ideológica y su resentimiento).
Pero para conseguir que Lobezno empezara a brillar hubo que tomar algunas decisiones creativas. Por ejemplo, uno de los compañeros de esos nuevos hombres X era Ave de Trueno, un personaje tan telúrico y hosco como Lobezno. Consciente de que los dos personajes no cabían en el grupo, Claremont, antes de que los lectores se encariñen con él, mata a Ave de Trueno en el número 95, apenas iniciada la historia del nuevo grupo. No hace falta recordar lo difícil que es matar en un cómic de este género a un personaje y evitar la tentación comercial de resucitarlo más adelante. En este caso, esa muerte dejó el camino libre para que Lobezno pudiera exhibir progresivamente sus contradicciones entre agresividad exterior y riqueza interior, y a revelar misterios y puntos íntimos de vulnerabilidad por debajo de su esqueleto indestructible y su exceso de testosterona. En ese sentido, es decisivo el número 114, en el que un globo del personaje nos revela su amor absolutamente secreto por Jean Grey, a la que en ese momento cree muerta. Mucho más adelante, cuando Jean Grey enloquezca poseída por su demonio interior, Lobezno intentará matarla para salvar al mundo, pero vacilará fatalmente, por amor, a la hora de clavarle las garras. El final de esa saga ya lo conocemos: el hermoso e inolvidable suicidio de Jean Grey, pésimamente reconstruido en la versión cinematográfica.
La biografía de Lobezno se va enriqueciendo también con otros datos imprevistos: en el 118 tenemos el primer toque orientalista y conocemos ya algo de su pasado en Japón, y en los 120-121, vemos sus problemas con el gobierno canadiense, que le exige volver a trabajar para el Estado como arma militar. Por supuesto, Lobezno saca su vena libertaria y escapa del acoso del gobierno. Ese temperamento suyo anarcoide tiene otros momentos memorables, como en el número 129, en el que está a punto de pelearse con un quiosquero que le abronca por leer un ejemplar de Penthouse sin pagarlo.
La agresividad del personaje también tuvo que pasar un proceso de suavización para adaptarse a cierta corrección política: por eso, los mercenarios a los que destripa de forma implacable en el número 133 y que parecen haber muerto, reaparecen vivos (aunque mutilados y reconstruidos como ciborgs) tiempo después, evitando que la pulsión homicida de Lobezno sobrepase los límites morales y legales y deteriore su creciente ejemplaridad para los lectores. Es esa una función modelizadora que se fortalece a medida que Lobezno acapara liderazgo dentro del grupo de héroes y socializa mejor sin perder su identidad carismática. Adquiere tanto protagonismo que en el X-Men Annual nº 11, de 1987, llega a convertirse en Dios gracias a un objeto mágico, aunque, fiel a su individualismo, renuncia ni más ni menos que a la omnipotencia para seguir con su temporalidad humana de ser sufriente pero libre.

Visto así, no debe sorprender que tanto lector de cómics se haya encariñado desde entonces con un personaje solitario, atormentado y a la vez noble como es Lobezno. Su conflicto entre razón e instinto tiene más relieves y matices, es decir, es menos binario, que en Hulk; carece de ínfulas patrióticas como el Capitán América porque su clase son los oprimidos mutantes y en todo caso es más espartano que de otro lugar, y por suerte no es un asqueroso ricachón con mala conciencia como Bruce Wayne o Tony Stark, ni un bobalicón cutre como Peter Parker o un vulgar hombre de familia como Reed Richards. Ojalá no languidezca en refritos, reboots, secuelas y precuelas; sería duro tener que acabar detestando a un gruñón tan entrañable. Aunque difícilmente dejaremos de envidiarle las garras y algunos de sus usos.

domingo, 12 de marzo de 2017

SOBRE LO UNIVERSAL DEL SUFRAGIO


El independentismo catalán, empeñado desde hace años en que se le tome en serio, ha conseguido ya ese objetivo, pero se acerca a su encrucijada más seria, porque por la vía legal choca con el muro que ya conoció Ibarretxe en su momento. Nadie, sin embargo, quiere suicidarse políticamente siendo el primero en poner el freno, lo que significaría quedar estigmatizado para el futuro y sin placa en la plaza del pueblo. En ese contexto, la opción pragmática de seguir trabajando en la ampliación y persuasión de la base social a la espera de un contexto más apropiado (porque Rajoy, aunque a veces nos lo parezca, no será un presidente eterno) ha sido desechada, y la razón está en la ansiedad de los que temen que los vientos de la Historia diluyan el impulso actual y la espuma baje como ha sucedido con los vascos. Son los mismos que se dejan seducir por lo desconocido y que están ilusionados ante la perspectiva de un escenario sin precedentes en el que se imponga sencillamente quien demuestre más voluntad (es decir, más convicción; es decir, más fanatismo) y consume los hechos. Por si acaso, el laboratorio de ideas (de Rahola a Viver i Pi-Sunyer, pasando por sor Lucía Caram) busca soluciones imaginativas para ir un paso por delante del gobierno español, cosa que en cierto modo está consiguiendo, aunque lo que le sale son ideas a menudo aberrantes basadas en triquiñuelas secretas, juegos de trilero y dobleces fulleras, que pueden conducir al monumental disparate de declarar la independencia para convocar el referéndum para saber si el pueblo quiere la independencia. Por supuesto, en la lógica indepe, todo es perfectamente democrático, porque el demos está acotado y la mística voluntad del pueblo eterno es muy clara: según parece, una amplia mayoría (TV3 dirá pronto que es un 105%) quiere el referéndum. Lo quiere, parece ser, pero no está claro si lo necesita ya, hoy, de manera inmediata e insoslayable; en todo caso, también querría seguramente que el PIB estuviera repartido de otra manera, y no parece que en ese sentido se le haga mucho caso, ni desde Madrid ni desde la plaza Sant Jaume. ¿Es así como se quiere crear la nueva república? ¿Esa es la revolución de las sonrisas? ¿De eso se trataba todo? ¿De que la mitad más chillona gane a base de conchabanzas y a hurtadillas? ¿De dar por ganado el partido por la mínima sin haber siquiera salido al campo a jugar, como en los casos de forfait?
La deriva sediciosa del independentismo en esta legislatura está perjudicando su inicial legitimidad social, y ello se debe a la permanente provocación y el empecinamiento monotemático, tan bien resumido en el lema del derecho a decidir, una de sus mejores maniobras retóricas. Sin embargo, los que no estamos en esa parroquia pensamos que esto de votar es más serio de lo que parece y que requiere de algo más que entusiasmo dominguero. ¿El Brexit solucionó el problema o creó uno nuevo? ¿Acaso no les hubiera mejor a los escoceses independentistas si hubieran esperado algo más de tiempo antes de hacer su referéndum? ¿Realmente un hipotético referéndum catalán con un resultado hipotético pero no improbable de 51-49, en un sentido u otro, resolvería algo y justificaría tantas energías invertidas y un posible trauma histórico?
Imitando cierta frase de Homer Simpson, podríamos gritar: "viva la democracia, la causa y la solución de todos los problemas". Pero es que no acaba aquí el asunto: entiendo que Bertín Osborne no tenga ese derecho a decidir sobre Cataluña, pero ¿y en mi caso? Perdón por la autovictimización, pero yo nací en Barcelona, me eduqué en catalán, he vivido allí más de treinta años (pagando impuestos cuando tocaba) y si ahora resido en Sevilla –paraíso, demasiado a menudo, de cierta catalanofobia muy característica-, es básicamente por la endogamia de la Universitat de Barcelona, que me cerró tres o cuatro veces la puerta en las narices. Con esos antecedentes, ¿soy parte de ese pueblo catalán que busca la libertad que se le ha negado desde hace tres siglos? ¿Soy catalán porque me siento catalán, porque ontológicamente lo soy, porque lo quiero ser, porque lo debo ser, o simplemente lo fui y dejé de serlo en cuanto cambié de lugar de residencia? ¿Tengo, sea como sea, derecho a decidir? ¿Sobre qué, exactamente? Sé que hoy estoy abusando de las preguntas, pero es que ni siquiera tengo claro si son preguntas retóricas o no.
Mi caso es, por supuesto, un átomo insignificante de toda esta historia, pero a lo mejor no es tan irrelevante si hacemos algunos cálculos y recordamos que la delimitación del censo electoral podría ser decisiva en un caso de empate técnico como el que se vive ahora. No se trata, por tanto, de poner excusas para retrasar el problema a la espera de que se desinfle, sino de respetar la complejidad del problema, que no es poca.

Quién me iba a decir a mí que acabaría defendiendo la constitución que da privilegios eternos a los Borbones. Será la vulnerabilidad creciente que conllevan los años, pero lo cierto es que hoy prefiero la ciudadanía como protección individual antes que la identidad como hechizo romántico.