"Yo no he muerto en México" (novela)

lunes, 19 de febrero de 2018


PRESENTACIÓN EN MADRID

Sé que desde Rusia visitan este blog muchos robots que hackean -creo que con pocos resultados-, pero, en cambio, ignoro cuántos lectores puedo tener en Madrid. Aun así, estáis todos invitados a la presentación de mi novela este miércoles 21 en el Centro de Arte Moderno. Presentará la obra mi querida amiga la profesora y escritora Selena Millares, de la Universidad Autónoma de Madrid.

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domingo, 18 de febrero de 2018


LOS LIBROS Y EL ORIGEN

¿Hasta qué punto la biblioteca personal explica la evolución de cualquier lector y sobre todo de cualquier escritor? Eso nos puede llevar a una segunda pregunta más sofisticada y quizá malpensada: ¿hasta qué punto la biblioteca, sobre todo la familiar, es un capital que ayuda a la trayectoria del escritor y le sirve para gozar de alguna determinada ventaja competitiva? El caso de Borges es, seguramente, el ejemplo paradigmático: casi podría decirse que somatizó la biblioteca de sus padres, y, como sabemos, rentabilizó literariamente esa faceta de una forma inigualable. Por supuesto, el capital familiar, en sus diversas formas, incluida la biblioteca, ayuda todavía en nuestros tiempos a la formación de un escritor (no hay que pensar solamente en Javier Marías, sino en casos como el de Milena Busquets), aunque, por suerte, la democratización cultural ha permitido un acceso bastante amplio que dificulta determinadas formas de elitismo, aunque genere otras hipertrofias por culpa de internet. Pero creo que podría ser interesante pensar por un momento en el caso inverso a la biblioteca imponente: hablo de la biblioteca vacía, inexistente o como mínimo precaria que misteriosamente también puede estar en el origen de una vocación literaria. La nada que puede ser el principio previo. La ausencia de la letra. Se me ocurre que algo puedo contar al respecto.
Nunca he soñado con tener las tres bibliotecas particulares y los treinta mil volúmenes que al parecer tiene Mario Vargas Llosa, pero lo cierto es que tampoco he tenido ninguna posibilidad ni de acercarme a una décima parte de esa cifra. Mi vida itinerante y mi inclinación –a veces forzada y a veces voluntaria- a los hogares pequeños me ha impedido componer una de esas bibliotecas impactantes y casi museísticas. Sin embargo, puedo darme por satisfecho si pienso en la biblioteca de mi casa cuando nací. Porque no era mucho más que una biblioteca fantasma.
En esos años de tardofranquismo, el crecimiento de la clase media española se manifestó inesperadamente en diversas formas de boom editorial, entre las cuales no fue la menor la de los narradores latinoamericanos, que empezaron a llenar librerías y bibliotecas. Pero hubo también otro gran impacto editorial fundamental en la sociología lectora española, que recordarán los lectores de una determinada edad: la Biblioteca RTV de Salvat, iniciada en 1969. Se trató de un éxito mercadotécnico sin precedentes, debido probablemente al nuevo poder de la televisión, porque Televisión Española avalaba y publicitaba (hablamos del único canal de televisión que se veía regularmente, lectores jóvenes…) la colección. Para entender lo que supuso ese fenómeno hay que recordar que el primer número vendió un millón de ejemplares, según me contó mi amigo Joaquín Marco, entonces director de la colección. Pero lo asombroso no es la cantidad, sino el título de esa primera obra publicada, que podríamos considerar el best-seller más imprevisto de la historia. Hablamos de La tía Tula, de Miguel de Unamuno. Ni siquiera Gironella o Forsyth, ni por supuesto García Márquez o Cela. No, Unamuno, elegido para no levantar sospechas en la censura y propiciar que la colección después pudiera continuar con autores políticamente más delicados.
La tía Tula [Cómo se hace una novela]: Unamuno, Miguel de
Bien, el caso es que ni siquiera esa biblioteca de consumo masivo que buena parte de España adquirió llegó nunca a mi casa. No éramos clase media, lamentablemente. Fue mi hermano el que poco a poco fue creando una biblioteca respetable, en la que siguen siendo inolvidables los libros de Alianza Editorial con las cubiertas a veces herméticas pero siempre atractivas de Daniel Gil. Ahí encontró él a tantos autores europeos (desde el inevitable Hesse hasta Kafka o Nietzsche), y así me llegaron a mí. Aunque quizá aún más importante fuera la editorial Bruguera, que no sólo ofrecía en sus baratas ediciones obras de Lowry y Onetti, sino que también ofrecía buena parte del cómic que digeríamos y que hoy recuerdo como un verdadero zapeo ficcional, sobre todo en revistas como Mortadelo, en la que usualmente lo menos interesante eran precisamente las historias del torpe agente gafotas que le daba nombre. Sin embargo, todo eso llegó a partir de mediados de los setenta. Es posible que no hubiera ningún libro en mi casa cuando yo nací. Tal vez las horripilantes novelas del Oeste de Marcial Lafuente Estefanía, que fueron la única lectura comprobada de mi padre, pero tampoco podría asegurarlo.
Rastreando nostálgicamente en el hogar, creo que he encontrado el que seguramente es el libro más antiguo adquirido por el núcleo familiar: la Enciclopedia Universal Ilustrada de la editorial Ramón Sopena, en cuatro volúmenes, de 1971. Una obra comprada costosamente a base de letras (el crédito de aquellos tiempos) a esos personajes tan curiosos y pesados que eran los vendedores de enciclopedias, que seguramente convencieron a mis padres de que los libros iban a ser el complemento ideal para que los niños estudiosos sacaran buenas calificaciones y borraran así el estigma de la pobreza andaluza de generaciones y aun siglos. El esfuerzo económico de mis padres no estuvo exento de riesgos y miedos, ya que la enciclopedia podía costar el salario de un mes para una familia sin patrimonio ni ahorros. Lástima que la enciclopedia tuviera entradas tan rigurosas y de nivel científico como esta dedicada a Franco: “alzado el ejército de Marruecos contra la dominación roja en España, el general Franco se trasladó a Tetuán, tomó el mando del Ejército de África y emprendió la magna Cruzada de Reconquista de la Patria, con el apoyo de la exaltación patriótica de la mayor parte de la nación no maleada por teorías disolventes”. Sic, de verdad, sic.
Recuerdo haber escuchado alguna vez a Juan José Millás decir que en su curiosidad literaria fue decisivo leer de niño la entrada de la palabra “muerte” en la enciclopedia Espasa, lo que al jovencísimo lector le abrió un mundo de sorpresas y fascinantes posibilidades. No creo que la entrada dedicada a Franco me haya determinado en ningún sentido, pero me pregunto si hay alguna conexión misteriosa entre ese primer libro franquista y lo que ha venido después: los cinco libros de poesía de mi hermano y mis tres novelas, entre otras cosas. Esa biblioteca tiene, por tanto, su relato, su misterio e incluso su lección histórica. Y es que, como mínimo, hay una génesis en ese hipotético primer libro, una génesis marcada por el miedo a la ignorancia y a la pobreza, pero también por algunos innegables valores familiares que quizá sólo podría dar a entender citando versos de César Vallejo. 
Cultura, vieja amiga: a pesar de todo, yo sigo confiando en ti.

domingo, 4 de febrero de 2018

ARTÍCULO CASCARRABIAS (APRENDIENDO A IMITAR A JAVIER MARÍAS)

Estar prudentemente lejos de la naturaleza es un signo de capacidad racional, y quien lo niegue solo lo hace porque sueña con torturar a sus amistades con fotos de viajes exóticos. La naturaleza, sin duda, hay que protegerla, pero a ser posible desde la distancia; la ciudad es el único destino posible. A partir de ahí, podemos ponernos nihilistas o dandis, podemos denunciar los humos cancerígenos y la ansiedad acústica, podemos leer Poeta en Nueva York o ver Blade Runner, podemos quejarnos de que todas las ciudades son ya no-lugares o meras franquicias del Gran Capital. Pero el telurismo ya aportó todo lo que tenía que aportar a la cultura.
Sin embargo, la vida urbanita, precisamente por su interminable dinamismo, puede acabar siendo desquiciante incluso en los comportamientos aparentemente nimios. A cada época le corresponde su anecdotario de pestes urbanas, desde luego, aunque muchas de las microestupideces se van superando lenta y costosamente. Por ejemplo, estamos ya en fase de superación de la insoportable vanidad de los propietarios de perros, que por fin empiezan a ser controlados legalmente ante la evidencia innegable del descontrol excrementicio y de la chulería falocrática de algunos dueños. Por desgracia, el viandante tranquilo, solitario y reflexivo tiene ahora nuevas amenazas, aparentemente poco peligrosas pero que como todos los elementos nocivos van dañando poco a poco las defensas del organismo. Y se trata de amenazas que tienen además el agravante de las buenas intenciones, que como sabemos pueden ser semillas de resentimientos muy profundos.
Los que como yo viven en ciudades como Sevilla o Barcelona tienen que batirse diariamente con la prepotencia permanente de los ciclistas, turba de maleducados y acaparadores que no solamente atormenta con la gota malaya de sus timbrecitos horrísonos, sino que cada vez se apropia de más suelo público, incapaces como son estos ególatras faltones de ceder paso a los que no tenemos ruedas o de comprender intelectualmente las virtudes morales del freno. Amparados en su supuesto heroísmo anticontaminante y en otras formas de podemismo seráfico (aunque en realidad la prioridad es ahorrar para poder aburguesarse bien en otras cosas), disfrutan exhibiendo sus nalgas que creen prietas, sus gorras con la visera de lado, su educación de LOGSE y sus prisas para llegar a ninguna parte.
Las esquinas urbanas siempre han tenido riesgos de diverso tipo; hoy se añade el riesgo del choque nada leve con algún mastuerzo atolondrado sobre dos ruedas. Los ciclistas urbanos combinan demasiado a menudo lo peor de Mary Poppins y Lance Armstrong (que es mucho, y muy malo); disfrutan separando madres y niños cogidos de la mano o aterrorizando a ancianas que en la calle no tienen el servicio de teleasistencia. Porque no les bastan los carriles ya dispuestos para las bicis, y su voracidad les lleva a serpentear y esprintar entre los paseantes, que pronto tendremos que ir con espejo retrovisor mientras no consigamos que por fin se ponga un examen obligatorio para los ciclistas, como ocurre con los demás conductores. Puede que en algunas ciudades europeas la convivencia entre peatones y ciclistas sea cómoda y respetuosa; no parece el caso de las ciudades españolas, incluyendo las catalanas, que comparten idéntica grosería y en la misma fase creciente.
Pero los ciclistas no son los únicos supremacistas que en estos tiempos toman la calle y disfrutan interrumpiendo las solitarias reflexiones de los viandantes. Uno ya no sabe cómo guiarse con el GPS para evitar entrar en las calles que tienen el spam insufrible de las oenegés que amagan con cerrar el paso armados con sonrisa y carpeta. Hace tiempo, una conocida página web satírica anunciaba la creación de un spray especial para ahuyentar a los cachorros del humanitarismo; yo por momentos no vi sátira ahí sino una buena idea empresarial. Y es que los efebos y las ninfas utilizados por esas instituciones han aprendido los peores modales del capitalismo invasivo que llama por teléfono a la hora de la siesta para ofrecerte todo tipo de trampas comerciales, y están consiguiendo en algunos como yo sacar el mayor egoísmo posible y la insensibilidad más firme. Todos los días tengo que evitarlos en mi rumbo diario hacia la universidad, arraigados como están en las zonas de mucho tráfico peatonal, y de nada me sirve ya estar mirando el móvil sin motivo real, o llevar puestos los auriculares y tararear en mi nefasto inglés. De algún modo semióticamente curioso que aún no entiendo, esos pesados provistos de altruismo eterno huelen en mi soledad algún tipo de necesidad de sentirme solidario. Será que me ven cara de víctima, o que huelen algún miedo al dilema moral; o quizá detectan mi inseguridad ideológica, y por eso me interrumpen con su suavidad beata y el latigazo de su benignidad, ante lo cual solamente puedo reaccionar hundiéndome en los abismos de mi mala conciencia, que es el único espacio donde me regodeo y finalmente me siento en casa.

No, no se puede escapar de la ciudad. Si vuelves al campo puedes acabar convirtiéndote en independentista, o algo peor. Pero la vida del flâneur tiene también sus contratiempos en estos tiempos de modernidad líquida (o diarreica). Aunque se me ocurre que tal vez sí tengo una solución fácil a mi alcance: quizá debería aprender por fin a montar en bicicleta para evitar a toda velocidad a los humanitaristas mientras siento, como ellos, que ayudo a que el mundo sea mejor y, de paso, sueño que vuelo como E.T. y sus amigos.