"Yo no he muerto en México" (novela)

sábado, 18 de mayo de 2024

     

       OFERTA Y DEMANDA, UNA VEZ MÁS


Recientemente la Facultad de Filología de la Universidad de Sevilla invitó a Antonio Muñoz Molina. Fue un acto previsible y cordial, que incluyó todos los tópicos del subgénero de la mesa con escritores. No tuve la oportunidad de hablar con el autor (ya pasé la fase de entregar ejemplares de mis novelas a los consagrados); eso sí, le escuché con mucha atención. Dos cosas me resultaron de especial interés: una, la media de edad del público. Casi todos tenían cinco décadas de vida o más; es decir, se trataba de lectores leales desde Beltenebros o El jinete polaco. En cambio, apenas había jóvenes, y debo decir que nuestros estudiantes actuales escasearon. La evidencia sociológica (y académica) me parece reveladora; la comparé con mis propios recuerdos de los años en que escuché en la universidad, sin devoción pero con altísimo respeto, a Francisco Umbral o Rafael Sánchez Ferlosio. Y saqué alguna conclusión sobre los nuevos tiempos literarios: el presente, para bien o para mal (yo diría que esto último), es de Mariana Enriquez. El presente de los pocos que leen libros, claro, no el de los que consumen TikTok.

Lo otro que me llamó la atención fue la respuesta de Muñoz Molina a una de las típicas preguntas ingenuas y beatíficas de esos actos: un lector quiso saber qué era para el novelista la literatura -en síntesis y ni más ni menos-, y el autor de Úbeda respondió sacando el manual: es ante todo el oficio con el que me gano la vida, vino a decir. Una respuesta honesta y sensata, sin duda. Pero que también es reveladora cuando se pone en relación con la última novela del autor, No te veré morir. Porque una novela como esta evidencia, ante todo, el peligro que supone la sobreproducción novelística para un escritor en los tiempos que vivimos, en los que todo el mundo tiene miedo a perder la silla, incluso aunque se haya sido multipremiado.

Es muy comprensible que Muñoz Molina siga satisfaciendo la demanda de sus lectores (de esos lectores a los que me refería, seguramente) y mantenga su marca comercial, pero también es legítimo someter a crítica este último ejercicio literario superfluo y decepcionante, sobre todo sabiendo que la crítica española más rígida (los catedráticos de toda la vida) sigue esforzándose en consagrarlo como un clásico vivo y le perdona todo. Es cierto que aún es posible detectar en No te veré morir las viejas querencias onettianas (las faulknerianas, menos) que situaron bien a su autor en el panorama español de finales de siglo XX -necesitado de narradores virtuosos y a la vez cómodos en un concepto industrial de la literatura-, pero la imagen de agotamiento creativo que transmite la obra parece que sólo puede explicarse por la combinación de dos factores: el ensimismamiento del escritor que ha encontrado su zona editorial de confort y no quiere salir de ella, y la necesidad de anteponer el ritmo de producción al riesgo de la genuina exploración artística.

El título ya genera cierta sospecha, puesto que, a pesar del aval que supone el verso de Idea Vilariño, para el lector incauto puede evocar, por desgracia, los bodrios de Albert Espinosa. La novela gira en torno a la historia de amor entre Gabriel Aristu y Adriana Zuber en tiempos del franquismo; un amor clandestino, porque ella está casada. Los amantes se separan en 1967, cuando él decide abandonar la España subdesarrollada para cumplir con las expectativas familiares y hacer carrera en Estados Unidos, y se reencuentran cincuenta años después, de un modo bastante casual (y poco convincente, debo adelantar). El contraste entre España y Estados Unidos le permite al autor exhibir de nuevo sus conocimientos sobre aquel país, así como ponderar las transformaciones históricas en el nuestro, desde los tiempos republicanos hasta la normalidad democrática liberal pasando por el largo páramo franquista. Pero, más allá de cierta inclinación costumbrista a contrastar hábitos y escenarios, no hay profundidad en la perspectiva histórica ni en el análisis sociológico (el marco liberal, por supuesto, no se problematiza, y poco sabemos del significado de los trabajos de Aristu cerca del poder), puesto que la prioridad del texto es la obsesión por el recuerdo y por lo que pudo ser y no fue, es decir, por la intimidad de los dos enamorados -en especial Aristu- con sus dilemas y sus fracasos a la hora de elegir rumbo. Las ideas políticas son muy secundarias, desde luego, salvo cuando se trata de la por otro lado predecible denuncia de la esterilidad general del franquismo.

El primer capítulo, sin duda el mejor del libro, seguramente gustará a los devotos de Muñoz Molina, puesto que desarrolla ahí sus mejores virtudes estilísticas, con una prosa de párrafos desbordantes que afinan bien los sensores de la intimidad. Pero, asombrosamente, el segundo capítulo rompe por completo con la fórmula inicial y la novela se descoyunta de un modo inesperado, casi digno de un escritor primerizo. Aparece un narrador nuevo, Julio Máiquez, otro español forzado a buscarse la vida en Estados Unidos como profesor de historia del arte, y cuya peripecia es tan incompleta como antipática para el lector, aunque sea indispensable para propiciar el cierre del círculo de los cincuenta años. A partir de ahí, el problema estructural de la novela ya no tiene solución: volveremos a encontrarnos con los amantes, sí, pero ya se ha perdido del todo el lirismo inicial y la sombra del superfluo Máiquez nos acompaña sin que sepamos muy bien para qué, fuera de un poco consistente victimismo de divorciado. Todavía hay momentos de altura técnica, por ejemplo cuando el autor focaliza a través de la asistenta latinoamericana algunos momentos del reencuentro entre Aristu y Zuber, pero la polifonía no funciona (y es que no siempre funciona, como demuestra el caso de Fortuna, de Hernán Díaz) y la novela languidece progresivamente, transmitiendo una imagen global de falta de aliento narrativo hasta un final cuya única virtud es que podría haberse alargado fácilmente.

No es de extrañar, por eso, que la juventud lectora apueste por Enriquez y sienta lejanía por los autores canónicos españoles; la novela de Muñoz Molina tiene algo de finisecular, de fin de siglo XX, con sus miradas transicionales en más de un sentido. Pero, sobre todo, es una novela débil, que parece inacabada, y en la que la incuestionable experiencia narrativa del autor brilla solo por momentos. El sentimentalismo de la novela podría tolerarse si viniera acompañado de más lucidez crítica, pero para ello probablemente sería necesario otro diseño novelístico. Y más ganas realmente de apostar por algo nuevo. De evitar caer en lo que podríamos llamar "literatura de obsolescencia programada".

sábado, 4 de mayo de 2024

 ATEOS DEL ARTE (y 3 DE 3)


Masa y gusto

Buena parte del problema deriva de un tema añejo: la relación conflictiva entre lo intelectual (o lo artístico) y lo masivo (es decir, lo público o político). La reflexión sobre el tema viene de muy lejos, como sabemos, y no pienso ponerme en ridículo aventurando un resumen que deje en evidencia mis lagunas filosóficas. No solo se trata de la actualidad de la querella entre apocalípticos e integrados, sino también del fracaso, por ejemplo, del marxismo a la hora de conseguir un arte duradero para las masas, frente al triunfo de Disney o Hollywood, quizá decisivo para ganar la Guerra fría. En el ámbito hispánico, podemos recordar que el problema, antes de Ortega y Gasset, ya está presente en un libro que hoy es más actual de lo que parece: Ariel (1900), de José Enrique Rodó, perfecto ejemplo de elitismo humanístico frente a la tiranía numerocrática de los calibanes obsesionados por lo material. Como sabemos, ese libro ha sido el punto de partida de todo un recorrido muy fecundo y polémico en lengua española, y la alegoría de los arieles y los calibanes sigue siendo jugosa hoy.

Uno no quiere ser arielista porque eso suena fatalmente patriarcal, antidemocrático y eurocéntrico, y se asusta ante la idea de incurrir en los errores de un seguidor de Rodó como fue Rubén Darío: “La insurrección de abajo tiende a los Excelentes. / El caníbal codicia su tasajo con roja encía y afilados dientes”. Lo excelente, como lo sublime, no está de moda, desde luego; pero que algunos no sean caníbales y tengan derecho a voto y al subsidio de desempleo no significa que su opinión sea ley y que ganen simplemente por ser más. Cierta mala conciencia progresista es muy indulgente con estos consumidores culturales y se limita a respetar su soberanía o a reconducirla para alcanzar un supuesto objetivo “feliz”. El antiautoritarismo degenerado desde los viejos tiempos sesentayaochistas parece dar carta blanca a la nueva cultura del ranking por la cual la calidad del cine depende de las encuestas en IMDB, por ejemplo, y la literatura de consumo masivo es valiosa simplemente porque tiene mayor efecto social. ¿Se convertirán así Pérez-Reverte, Dueñas o Ruiz-Zafón en la Pléiade española del futuro? Poco falta.

De ese modo, como ha estudiado de manera amena y rigurosa Vicente Luis Mora en La huida de la imaginación (Valencia, Pre-Textos, 2019), el arte se convertiría en otro producto de mercado sometido a la regla esencial del placer consumidor, como en TripAdvisor, o, peor aún, al capricho del do it yourself por el que cualquiera puede ser artista simplemente por juntar letras y contar hechos que ni se ha esforzado en inventar. Si un libro le gusta a mucha gente y su éxito es verificable, es automáticamente bueno. A partir de ahí, el truco es fácil: si quieres ser artista, elige una historia que ya sabes que gusta porque el público cree conocerla bien, y de ser posible elige una que ya tenga el final escrito, para no tener que imaginar mucho y asegurar la reacción del lector (holocausto, guerra civil, crónica de sucesos, 23-F, muerte de un familiar conocido o relevante). Para qué hacer caso de lo que decía un tipo como Aristóteles sobre historia y ficción (¡el tío defendía la esclavitud!): mejor cuenta lo que sucedió realmente y hazlo pasar por literatura, con tres o cuatro brochazos de posmodernidad; no cuentes lo que podría haber sucedido, que siempre tiene más riesgos y te puedes equivocar con un final demasiado amargo que te fastidie los datos del Nielsen (la maléfica base de datos de ventas que te da o no capacidad de crédito como escritor para que te publiquen). No es de extrañar, por tanto, la aparición de tanto trampantojo literario en los últimos años, desde las autoficciones de trileros hasta esos especialistas en jugar con dos barajas, los novelistas de no ficción, con sus parques temáticos y sus excursiones de turismo literario.

No entiendo cómo este escenario puede dejar tranquilo a alguien que se haya tomado la molestia, la lenta molestia, de leer a Proust (que no es mi preferido) o ver el cine de Bergman (que sí lo es). Insisto en que no quiero idolatrar a los creadores y convertirlos en héroes milenarios de la Sagrada Belleza, ni por supuesto glorificar el aburrimiento como una forma de distinción social; pero eso no significa aceptar sin más que todos los proyectos artísticos son igual de meritorios, el de Sandra Barneda con el de Carmen Laforet, el de Christopher Nolan con el de Pasolini, el de Don Winslow con el de Fernanda Melchor, el de Cervantes con el de Avellaneda, 2001 con Star WarsEspartaco con GladiatorEl gabinete del Dr. Caligari con Shutter Island. O que cualquier lectura de una obra literaria es igual de válida, y Octavio Paz, Walter Benjamin, Beatriz Sarlo, Susan Sontag o George Steiner leen igual de bien que cualquier tuitero o forero.

El “buen gusto”: he ahí la madre (uy, perdón) de todos los problemas. La expresión huele a esnobismo y a elitismo, desde luego. Parece que la tendencia es acabar con el monopolio del gusto y demostrar que todos los paladares son iguales. Si la literatura no es un saber específico, sino pura voluntad, el ciudadano se convierte en crítico de arte e incluso artista, si lo desea, igual que opina de enfermedades y le discute al médico de cabecera su diagnóstico porque ha leído en internet un artículo científico. Y a partir de ahí, que gane el mejor, es decir, el que más venda o mejor puntuación saque en las encuestas. ¿Puede haber algo más democrático que una encuesta? (Bien que lo sabemos en Cataluña, donde las encuestas son verdades inapelables y algún día el 105% estará a favor del “derecho a decidir”).

Supongo que no es justo decir que el mundo está lleno de imbéciles que opinan sin saber, pero lo cierto es que yo no opino de física cuántica ni le discuto al médico los resultados de una resonancia magnética. Muchas veces he sido consultado por gente de buena fe (alumnos, amigos que no son del gremio) acerca de los criterios esenciales para juzgar el valor de una obra de arte. Como decía Juan Goytisolo, hablo de lo poco que sé y no de lo mucho que no sé; apenas sé un poco de literatura, y muy poco de otras artes. Los que me preguntan confían (seguramente demasiado) en que yo les dé una respuesta para saber elegir un regalo de Reyes, y lo primero que hago es decirles que los Reyes Magos son parte del problema; es decir, la sociedad de consumo, con Melchor Amazon, Gaspar Corte Inglés y Baltasar FNAC. A partir de ahí, trato de darles una respuesta didáctica que insista en algo esencial: la obra de arte puede, en efecto, entretener (antes servía casi siempre para propaganda de la Iglesia o adulación a los poderosos), pero no es su función prioritaria en lo que conocemos por cultura, porque adquiere una complejidad superior que sólo se entiende (se valora, se disfruta) a través de un esfuerzo intelectual que implica un mínimo de conocimiento del lenguaje en cuestión y la historia misma de la cultura. El arte debe producir un placer difícil, porque la dificultad es la clave, incluso cuando es el neopopularismo de García Lorca o los romances de Góngora o Lope.

La obra de arte es un signo complejo, que forma parte de una comunicación especial, distinta a la de otros signos, como una señal de tráfico, una canción de Georgie Dann, un anuncio de Movistar o un vídeo de El Rubius. Puede que no sea un signo éticamente mejor y que todos los signos sean igual de respetables; pero me parece obvio que es un signo más difícil como parte de una comunicación más sofisticada, en la que entran en juego códigos y subcódigos (tradiciones, imaginarios, reglas compositivas, etc.). Puede, sí, que algún día prescindamos de esos signos y vivamos en una Arcadia feliz de comunicaciones simples, efectivas, conciliadoras, inclusivas e igualitarias; pero desde que leí de adolescente San Manuel Buenomártir siempre he tenido alergia a la ignorancia feliz.

Por supuesto, centrar la discusión en el concepto de dificultad implica el riesgo de ensalzar por error obras herméticas, pretenciosas o laberínticas, pero la alternativa es peor: se llama pereza. Pereza a la hora de interpretar, de leer o de escuchar. Pereza que es a la vez desprecio al pasado, infantilismo y vanidad narcisista de influencer o de niño educado en la pedagogía del bienestar según la cual lo que aburre o cuesta esfuerzo es indiscutiblemente rechazable. Pereza a la hora de afrontar las diferencias intrínsecas entre textos, pereza para reconocer el virtuosismo con el lenguaje, pereza para sumergirse en determinadas construcciones verbales que lógicamente son menos divertidas que un vídeo viral de Tik Tok pero que algo tienen de interés: los matices del Lázaro de Tormes narrador cuando habla de “arrimarse a los buenos”, la elipsis gloriosa del éxtasis en Cántico espiritual, el increíble repertorio de ontologías de los personajes del Quijote, la anáfora maravillosa de Borges en “El Aleph”, las cincuenta metáforas consecutivas de Neruda en Alturas de Macchu Picchu, la polisemia de la palabra cisne en Rubén Darío (y mira que yo he querido torcerle el cuello al cisne muchas veces, incluso como profesor), los ciento noventa molinos de Huidobro en Altazor, la paralipsis admirable de Juan Preciado en Pedro Páramo, la sintaxis asombrosamente tejida de El otoño del patriarca, y tantos otros logros nada casuales que no entiendo por qué hay que descartar o sustituir (¿en beneficio de qué? ¿o de quién?) y que nos enseñan -¡claro que sí!- a manejar el lenguaje, a optimizarlo incluso, si se me permite el término, para afrontar las complejidades del mundo, que son muchas y nada fáciles de entender.

Qué duda cabe de que cuesta aprender ese lenguaje secundario que es el arte –a mí me ha costado décadas empezar a entender algo- y de que se puede vivir sin él una vida feliz y completa; lo infame es hablar de ese lenguaje como si se conociera y fuera fácil de manejar, y encima se gane dinero o prestigio con ello. Y peor aún: que creamos que vamos a ser más justos y felices ignorando el pasado y sustituyendo, por ejemplo, la gimnasia intelectual que otorgan los clásicos por la gimnasia física, como si la semántica no fuera un músculo que se tuviera que trabajar también, a riesgo de atrofia.

La elite del arte y la cultura ha cometido muchos errores (en España, entre otros, impulsar partidos como Ciudadanos o UpYD…) pero la solución no puede estar en la claudicación ante criterios falsamente democráticos. Ya está bien de mortificaciones exageradas; el reguetonismo cultural que hoy nos invade, basado en el infantil principio del placer, puede ser muy legítimo por democrático, pero no tiene nada que ver, por mucho elixir posmoderno que le apliquemos, con el conjunto de saberes y procedimientos de comunicación y representación que entendemos como arte, destinados precisamente a producir, como decían los formalistas rusos, percepciones más difíciles y singulares de los objetos, pero también más duraderas.

La nueva grey laica de la sociedad de consumo ya no se reúne en la iglesia, sino que disfruta de su hiperindividualismo y se cree con derecho a todos los placeres sin esfuerzo. Escucha música ante todo para bailar y seducir y ve a sus héroes una y otra vez en cine y televisión hasta que se cansa y los desecha porque el juguete se desgasta; ese mismo individuo ignora que existió el cine en blanco y negro (o le parece tan viejo como Altamira); se le cae la baba con los efectos digitales sin haber visto las exquisiteces de Excalibur o los “monstruos” reales de Freaks (la de Browning, claro); rechaza el canon sin haberlo leído, solo porque le huele a rancio, machista y clasista; prefiere una novela sobre el siglo XVI escrita por un presentador de televisión a cualquier texto realmente del siglo XVI, aunque lo pueda encontrar digitalizado en una biblioteca; y peor aún, se considera capacitado no solo para opinar de arte, sino también para contar una historia (que suele ser la de su aburrida vida o lo que él considera su gran trauma) o reflexionar con prepotencia sobre aquello que le interesa del modo más egoísta, sea fútbol o política o Picasso o los Beatles. Rechaza lo complejo y lo lento, y prefiere lo fácil, inmediato y sustituible. Vive, por tanto, en la puerilidad de considerar que la cultura solo vale si satisface su necesidad caprichosa y primaria: no le interesa ningún posible placer estético si ya tiene otro placer más rápido a su alcance.

¿Esto que describo es una catástrofe? Quizá no; quizá el único problema sea el atasco en la falda de la montaña de la que hablaba al principio y que ahí nos pille un alud (¿otra pandemia?). La guerra o el hambre sí son algo grave; miles de obras superfluas y olvidables solo son una pobre biblioteca. Todo este panorama no sería demasiado alarmante (¿acaso alguna vez, en la Historia de la Humanidad, hemos vivido una época de cultura elevada y masiva al mismo tiempo?) si no fuera porque desde algunas posiciones académicas y políticas se está ayudando a esa masa a sentirse cada vez más reforzada en su vanidad hedonista; las elites pos, los intelectuales quintacolumnistas, quieren guiar a las masas de nuevo (¡como si no hubieran fracasado una y otra vez desde hace tanto tiempo!), para que les vitoreen y aplaudan en señal de agradecimiento. Y el problema puede empeorar en el futuro.

¿Acaso hay alguna otra opción realista aparte de esa resignación? En otras palabras: ¿qué hacemos con el Templo de la Alta Cultura? ¿Lo derruimos, aceptando que solo fue una ilusión elitista que el nuevo orden mundial no necesita? ¿Lo dejamos como está, esperando que algún día la masa vea la luz? ¿Lo protegemos, encerrándonos y encastillándonos en él, aun a sabiendas de que las provisiones son limitadas y estamos en minoría? ¿O abrimos la puerta para permitir que entren algunos? ¿Y si es así, quiénes, cómo, para qué, con qué salvoconducto?

Mi respuesta es, hoy por hoy, clara: hay que proteger el Templo, aunque sin duda haya que ventilarlo un poco. Que la resistencia sea inútil no significa nada; hay que seguir de derrota en derrota… hasta la derrota final (que es la de todos y todo). Además, el Templo está amenazado, sí, por la turba exterior, pero también por unos infiltrados que ya están dentro y están carcomiendo los muros defensivos: son, evidentemente, los mercaderes del templo, y desde luego no soy el primero que utiliza esa expresión. Hay que detectarlos a ellos, ante todo.

Presumen de críticos, artistas y profesores independientes y son la quinta columna del mercantilismo. Que a la masa no le interese pasear por el Templo (ni aunque sea gratis) no es ninguna novedad; llevamos siglos así, y hay que ser un poco ingenuo para pensar que algún día todo el mundo dedicará un rato diario a leer, escuchar o ver a los clásicos del arte y del pensamiento. En realidad, la masa decidió hace mucho que no quiere vivir en el Templo; prefiere buscar cualquier otro terreno que sea edificable para montarse su Edén de confort. Algunos falsos sacerdotes del Templo lo saben, y por eso salen a escondidas por la noche para hacer negocio al otro lado de las líneas enemigas mientras de día presumen de la autonomía de la cultura y exhiben orgullosamente sus credenciales de mártir. Esa es la batalla crucial, en el fondo: el control del Templo y de sus puertas de acceso. Si Enrique Krauze o Juan Cruz son los guardianes del Templo, ya sabemos que se va a cobrar entrada. Hablo sobre todo del Templo hispánico, que es el que mejor conozco; en él, la codicia y la hipocresía son muy abundantes y, aunque de un tiempo a esta parte abundan las denuncias (Gullón, Dalmau, Morán, el grupo CT, etc.), los paniaguados del sistema siguen gozando de su poder. Y con ello volvemos a lo que nunca hay que olvidar: la batalla por la defensa de la alta cultura no puede desligarse de otra batalla crucial, la ideológica.

Defender a los clásicos y la alta cultura no significa, necesariamente, defender el patriarcado, la desigualdad social, el racismo y el eurocentrismo. En mi Templo ideal (mi república independiente de la cultura), las obras no se adoran, sino que se estudian y se discuten lentamente porque la prisa no es necesaria; se valoran como problema, se dialoga desde el horizonte del presente para conocer en la medida de lo posible el horizonte del pasado perdido, se observa cómo han sido modelos para entender el mundo y el lenguaje, se disfruta de sus enigmas y de sus resonancias internas. Y, sobre todo, no se hace negocio. Se hace ocio libre, maduro y crítico. Lo inmediato está prohibido. El que quiera bailar reguetón o leer el premio Planeta, que se vaya a su casa.

¿Que soy despótico y elitista? Seguramente sí, pero quizá haya llegado el momento de defender algo así como una nueva moral de la estética. Gilles Lipovetzky y Serroy resumían de manera muy didáctica la historia de la relación entre el arte y la sociedad a partir de una serie de etapas básicas: “después del arte para los dioses, el arte para los príncipes y el arte por el arte, lo que triunfa ahora es el arte para el mercado” (La estetización del mundo, Barcelona, Anagrama, 2015, p. 21). Tan simple como eso. Me parece evidente que el arte clasista al servicio de los dominantes es evidentemente imposible de mitificar y poner en mármol como verdad suprema, y que el arte por el arte es un anacronismo como todas las teologías y los misticismos artísticos; pero igualmente creo, y hay que decirlo una y otra vez porque a veces se olvida, que el mercado embrutece y mecaniza los lenguajes y las percepciones estéticas.

No veo otra solución que volverse ateo del arte (un poco a la manera de Michel Onfray): desmitificar a los dioses y los ensueños trascendentalistas, pero para elegir, con radicalidad materialista, lo inmanente por muy pequeño y precario que sea y protegerlo como un tesoro no sagrado aunque sí valioso (es decir, dotado de valor, sea cognitivo o verbal, o lo que sea, menos económico). Vivir en una cierta ascesis atea, en el sacrificio y en la humildad de renunciar a los fastos y las tentaciones de la sociedad de consumo y su hiperindividualismo, a la literatura de marca y al mecenazgo encubierto; ejercer la vida intelectual con dignidad y austeridad, y sin privilegios; preferir la lucidez del desengaño y el pesimismo de la inteligencia antes que el narcisismo bien remunerado y la fatuidad de ser, oficial y profesionalmente, escritor o artista (o pensador); recordar que tiene sentido aún la conciencia de clase, incluso cuando es de los clásicos, y que las cosas importantes no deberían hacerse por dinero. En términos calóricos: dieta blanda o al menos frugal durante una temporada para evitar el empacho cultural.

Sí, eso quiero ser: un ateo del arte. Sed, por tanto, bienvenidos a mi Templo laico y materialista; os aseguro que no hay que pagar entrada, aunque admito que es tan pequeño que casi parece un nicho.


sábado, 27 de abril de 2024

 ATEOS DEL ARTE (2 DE 3)


            Bloom forever

Un momento: toca respirar hondo. Cuando empecé a escribir esto me prometí no caer en el típico berrinche de los viejos contra las costumbres juveniles y sus nuevas modas. Además, la velocidad de los cambios actuales obliga a ser cautos a la hora de categorizar los peligros y los enemigos. Pocas cosas hay más fáciles e ingenuas que la rabieta contra el presente y contra unos supuestos conspiradores ricachones que controlan nuestras vidas. El cine de consumo masivo lleva décadas (pensemos en James Cameron, por ejemplo) advirtiéndonos de lo malvada que es la codicia empresarial y desde luego no aumentan los votantes anticapitalistas en casi ninguna parte. Hoy son Facebook, Netflix y Amazon, mañana serán otras empresas y otros productos. Tal vez dentro de unos años los nuevos dispositivos tecnológicos hayan creado otras condiciones de producción y lectura de textos, así como nuevos oligopolios (cuando las plataformas empiecen a fusionarse, cosa que sucederá más tarde o más temprano). Yo mismo he tenido alguna vez que tragarme mis palabras: hace pocos años publiqué en una revista mexicana un artículo en el que mostraba mi interés por las nuevas series de televisión como regeneración del vigor ficcional, y ahora –viendo la proliferación de churros interminables en plataformas digitales- no diría lo mismo, ni lo diré aquí.

En otras palabras: el Aquiles antisistema no alcanzará nunca a la tortuga del capitalismo. Porque esa es la palabra clave, una vez más: capitalismo. Pero el problema es aún más complejo y ambivalente; negar algunos beneficios materiales del triunfo del capitalismo puede quedar muy bonito para colgarse medallas de neocomunista, pero es muy poco convincente cuando se hace desde los países del club rico del mundo. La batalla ideológica no ha terminado, por supuesto (nunca termina); pero la defensa razonada, por ejemplo, de una autonomía de la alta cultura -en la que yo creo- frente al relativismo del todo vale y la cultura on demand requiere de una cirugía muy precisa, y los errores se pagan caros, en forma de incongruencia o de soberbia.

No es mi intención, insisto, entrar en el lenguaje apocalíptico de la vieja casta decadente y fosilizada (escritores cipotudos, por ejemplo) que proclama el advenimiento de una nueva Edad Media de barbarie y oscurantismo por la falta de veneración que los jóvenes tienen hacia los héroes intelectuales (con lo que esto significa de pérdidas en derechos de autor). En realidad, todo mi intento en estas páginas es el de proponer una vía alternativa al dilema entre aristocratismo cultural y democracia (o canon y resentimiento, en términos de Harold Bloom), o al menos equilibrar el reparto de golpes entre ambos bandos, usualmente incapaces de hacer autocrítica. Tal vez así podamos articular una mínima resistencia que preserve un legado intelectual de siglos sin ir contra algunos evidentes avances sociales, pero que al mismo tiempo escape a la paradoja por la que determinadas fórmulas “progresistas” están produciendo efectos nefastos de tipo antiintelectual que no se atreven a reconocer, envenenadas por un ambiguo espíritu liberador.

¿Pero por qué necesitamos resistencia? ¿Realmente se avecina un peligro y seremos víctimas del reino de Mordor de la ignorancia y la indigencia intelectual? ¿Acaso van a desaparecer los museos, se va a dejar de leer a Cervantes o escuchar a Mozart o ver el cine de Welles o Buñuel, o va a morir el teatro? A corto o medio plazo, seguro que no; otra cosa es que esos objetos artísticos vayan progresivamente diluyéndose y perdiendo devotos en la feroz competencia con los nuevos objetos de la sociedad de consumo. Recordemos aquí la figura del profeta, Harold Bloom, que auguraba (y buen dinero ganó con ello) que el futuro de la literatura sufrirá una terrible pérdida de valores, aunque esa profecía, en realidad, era coherente con su mesianismo religioso y en general con su mentalidad exclusivista y por tanto dogmática, como ya estudió Josu Landa en su sugerente y poco divulgado ensayo Canon City, una de las más sesudas lecturas de Bloom en lengua española que yo conozco. Debo decir que yo soy canónico moderado, no dogmático; soy más de Casanova o de Moretti que de Bloom, podríamos decir. De hecho, me llama la atención que Bloom pase por alto lo que su admirado Ernest Robert Curtius observó, que la construcción de un clásico tiene también su peripecia y que no siempre debe leerse en clave providencialista: “Dante tuvo que pasar por un período de prueba de seiscientos años y Shakespeare por uno de trescientos años antes de ser reconocidos como clásicos europeos” (Literatura europea y Edad Media latina, vol. 2, p. 823). Y se me ocurren muchas ucronías fáciles y verosímiles en las que alguno de estos clásicos vive otra vida menos gloriosa; por no hablar de cómo Borges agita la coctelera de la historia literaria en “Kafka y sus precursores”.

Con todo, algunos indicios parecen darle la razón a Bloom en su indignación: sobre todo, los syllabi de algunos programas de las universidades estadounidenses, dominados por lo que él llama la Escuela del Resentimiento: Cultural Studies, queer studies, feministas, neomarxistas, postestructuralistas y demás, que cuestionan, en virtud de una aparente voluntad liberadora y justiciera, la validez inmutable de lo que Bloom llama “escrituras laicas”, es decir, las biblias de la tradición literaria: Dante, Cervantes, Tolstoi… y sobre todo Shakespeare. Ese veto a los clásicos por clasistas vendría acompañado por una aniquilación de cualquier Parnaso de bellas letras y por una difuminación de los límites de lo literario, y ya sabemos lo que eso significa: todo puede ser literario y la estética es una fantasía o una simple tradición como cualquier otra, con el mismo valor intrínseco y demostrable que la Semana Santa sevillana o los haka maoríes o la Superbowl. La estética es una construcción finalmente inútil, que perpetúa hegemonías y frena luchas por la igualdad, y que debemos subsumir en el magma cultural sin concederle un estatus especial. En otras palabras: la belleza artística no existe, por lo que todos los gustos son igual de respetables y defendibles. La lucha de clases es sustituida por la lucha contra los clásicos. Así puestos, valdría más la pena estudiar los gustos mayoritarios, que al menos tienen un respaldo estadístico y demuestran lo que gusta más en cada momento histórico. Si la sociedad prescinde de la ópera y se entrega al reguetón, hay que enseñar reguetón en las escuelas y universidades. Es la libertad, es la democracia.

Evidentemente, aún son (somos) muchos los defensores de la estética; el problema, claro, es que están empezando a ver amenazada seriamente su posición y ya no inspiran tanto temor reverencial como en otros tiempos. Lo más curioso es que dentro de los defensores de la estética te puedes encontrar aliados insospechados: la literatura infantil, por ejemplo, lleva tiempo buscando una legitimación estética que justifique su negocio, y, aunque parezca mentira, textos como El Pollo Pepe son hoy defendidos tenazmente porque, a juicio de algunos pedagogos, la literatura infantil existe como literatura, es decir, con función estética y no solo pedagógica. Claro, para que exista el sintagma “literatura infantil” hay que afirmar la parte delicada del sintagma, que es el sustantivo. Así, no pocas voces reclaman ya que Harry Potter suba a la primera división de la liga literaria mundial y se convierta en clásico (¿ganará Rowling el Nobel pronto, viendo la deriva absurda de la academia sueca?).

Fuera del caso esperpéntico de la literatura infantil (que, sin embargo, está atrayendo cada vez más a autores que buscan hueco en el atascado mercado editorial), el rechazo a la existencia de valores estéticos inmanentes puede conducir a una tosca instrumentalización de las obras literarias y en última instancia a un relativismo cultural por el cual no existiría una jerarquía de calidad de las obras, sino que las obras se estudiarían o valorarían por su función y utilidad de acuerdo con un programa extraliterario. La tradición artística “elevada” (determinada casi siempre por intereses de los dominantes) sería así anulada, como todas las fronteras, y todos estaríamos en igualdad de condiciones para opinar o juzgar. Es decir: nos autodeterminamos y construimos la historia de la literatura que queremos (como el género). La historia de la literatura sería poco más que otro contenido de la pedagogía del futuro. Esa demolición del canon podría estar dando lugar a que, en poco tiempo, en las universidades españolas, en vez de Cervantes o Quevedo se estudie a María de Zayas o la monja Carrillo, en vez de García Lorca a Jorge Javier Vázquez o Boris Izaguirre, en vez de Luces de bohemia La que se avecina o el humor de Los Morancos (sé que han sido tema de al menos una tesis doctoral…), en vez de Galdós Carmen Posadas, y en vez del Poema de Mio Cid, La casa de papel. Veremos si esto es caricatura o profecía.

Pero el problema va más allá del debate interno en el gremio literario, que quizá no pueda evitar ser devorado por unos expansivos estudios culturales políticamente correctos e infinitamente adaptables a los caprichos del estudiante consumidor y a las nuevas directrices aparentemente “democráticas”. Es evidente que nunca antes en la historia de Occidente habíamos tenido tanta producción y tanto consumo de cultura, lo que unido al aumento de la oferta escolar y académica y a los nuevos sistemas de comunicación deberían estar creando una sociedad mucho más culta y por tanto intelectualmente libre. ¿Qué es lo que falla entonces? ¿O es que no falla nada, sino que “la libertad es así” y simplemente algunos nostálgicos nos sentimos marginados y hacemos la pataleta?

La batalla para advertir del peligro del relativismo estético sin incurrir en reaccionarismos de raza, clase o género no es, desde luego, tarea fácil, y ni siquiera es evidente que la batalla sea igual ahora que cuando Bloom publicó su famoso libro pesimista (y quién sabe lo que pasará dentro de veinte años). Además, para los que nos hemos considerado históricamente cómodos en la etiqueta “de izquierdas”, ahora nos preocupa enormemente el riesgo de ceder al conservadurismo al menos en un aspecto de la vida. Porque sí, se puede ser progresista en la política y conservador en arte. Relativamente conservador; no relativista.

Muchos grandes artistas de la Historia de la Humanidad me inspiran escasa simpatía humana e incluso desprecio, por lo que he podido averiguar de sus vidas, sus relaciones personales y sociales; estoy libre -creo- del vicio de la idolatría o del concepto carismático del creador del que habla Bourdieu. Pero eso no significa violentar la objetividad histórica ninguneando lo que tipos con los que yo no tomaría una cerveza han supuesto para la evolución de los diferentes lenguajes artísticos. Puede que el mundo de dentro de cien años sea muy distinto y todos -pongo por caso- hablemos chino, o hablemos con lenguaje inclusivo y trans, que es casi como chino, pero Petrarca y Dante seguirán teniendo su importancia histórica como modelos seculares sin los cuales la Historia sería, forzosamente distinta. De ahí a la divinización religiosa que los convierte en Dioses Intocables creo que hay un largo camino.

El canon es discutible y renegociable, desde luego, pero no se me ocurre qué ganamos con blanquear la historia cultural y pensar que conseguiremos un futuro mejor manipulando el pasado y creando un canon a la carta, como si Quevedo o Clarín fueran más culpables de las injusticias de hoy que nuestros actuales políticos y líderes religiosos o económicos. La lucha en el presente no puede ser tan esquemática y binaria como para mutilar el pasado en bien de una supuesta justicia futura sospechosamente puritanista. Hay un término medio posible entre el dogmatismo religioso de Bloom y los nuevos dogmatismos, incluida la espuria idea de que el arte (y el conocimiento sobre el arte) está al alcance fácil de cualquiera: ese término medio solo puede definirse como una autonomía moderada del arte frente a la política, que respete cierto grado de independencia de las lógicas artísticas frente a las interferencias de las no artísticas. En ese punto estoy yo y creo que seguiré durante unos cuantos años.

¿Quién más está conmigo a favor de la autonomía del arte? Ahí tenemos otro problema. Por supuesto, encontramos a una elite que quiere seguir controlando su parcela de poder, académico o artístico; una elite a menudo rancia, insolidaria y profundamente altiva con respecto a la masa y con la que yo no me identifico: profesores universitarios lloricas, mandarines del feudalismo académico, escritores con delirios de grandeza, intelectuales que quieren que se les reconozca y venere a todas horas. En otras palabras: lo peor de la intelectualidad consumida por la sociedad de consumo. Pero ¿quién está en contra de una moderada autonomía del arte? Al parecer, casi todos los nuevos ingenieros (e ingenieras, claro está) sociales que quieren transformar el mundo y consideran esencial desacralizar el arte para democratizarlo (en apariencia) y que cualquiera disfrute de todo y no se sienta marginado en nada. Pero también están aliados con ellos los ciudadanos estandarizados de la sociedad de consumo, cansados de ser tachados de ignorantes y de sentirse inferiores frente a la elite humanística. Son ciudadanos que quieren librarse de sus complejos y defender su derecho a disfrutar sin vergüenza de un premio Planeta o una película de Disney e incluso sentirse artistas y creadores. Y, sobre todo, hay otro sector deseoso de acabar definitivamente con la autonomía del arte y consagrar el mainstream como medida de todas las cosas: los empresarios de la cultura, que sueñan con la victoria definitiva de que la obra más vendida sea efectivamente considerada para siempre y sin dudas como la mejor. No les falta mucho para conseguirlo, viendo la cobardía de determinada crítica universitaria o periodística, que sólo parece pensar en su parte del pastel y que ha claudicado penosamente, celebrando con alegría incomprensible, por ejemplo, que el premio Planeta recompense a los escritores “de calidad”, como si así se consumara el ideal de acercamiento de los polos del campo literario, el económico y simbólico, para armonía completa del sistema, de España y quizá del universo entero.

Visto así, defender la autonomía (relativa, o, más exactamente, relacional) del arte tiene todas las de perder. Pero creo que esa evidencia, lejos de ser desmotivadora, es un motivo para la lucha. Y ahí es donde quizá tendremos que contraatacar con algunas consignas para evitar la soberbia creciente de los antiintelectuales. Aquí va una, muy básica: el arte no lo perdona todo, desde luego; pero tampoco todo es arte. Por ello quizá haya que empezar a marcar claramente algunas distancias con respecto a los beatos/as/es de la izquierda bienpensante y “antihegemónica” (comillas necesarias) tanto como con respecto a los que añoran el Antiguo Régimen cultural; porque hay mucho espacio para moverse y situarse entre dos extremos como Paul Preciado y Marcelino Menéndez Pelayo. Sobre todo porque ambos bandos defienden sus intereses casi siempre materiales y se amparan en un valor supremo para disimular un poco su evidente búsqueda de privilegios en forma de columnas periodísticas, conferencias bien pagadas, premios o cátedras universitarias.

sábado, 20 de abril de 2024

ATEOS DEL ARTE (1 DE 3)


Llevo tiempo buscando una imagen o metáfora que resuma didácticamente el estado actual de la literatura y quizá de todo lo que consideramos desde hace siglos como formas artísticas y creo haber encontrado una modesta solución a mi problema. Lo conseguí de manera casual, gracias a una fotografía que se hizo famosa por otros motivos, pero que para mí tiene un significado que se puede extender sin dificultad. Me refiero a la fotografía, ciertamente singular y más cómica que dramática, del atasco de alpinistas en la falda del Everest. La fotografía denunciaba riesgos futuros de accidentes por un colapso peligroso de aventureros, pero enunciaba también un sencillo problema de masificación y por tanto de devaluación: ascender al Everest se ha vulgarizado y ha perdido así una buena parte de su carga heroica. El resultado de todo ello es que el alpinismo parece gentrificarse pero al mismo tiempo se banaliza como objeto de consumo insospechadamente fácil, al alcance de muchos más que en el pasado. Podría decirse que la gesta se ha democratizado gracias a los avances de todo tipo, y que ese es un signo de progreso inequívocamente objetivo desde el punto de vista global. Pero también es cierto que la pérdida del sentido minoritario y exclusivista parece restarle audacia al proyecto, e incluso le infunde un cariz cómico de cola de supermercado. El Everest ya no es lo que era, podríamos decir con melancolía convencional.

Yo diría que el significado de la fotografía puede extrapolarse sin dificultad al terreno del arte y muy especialmente a todos los géneros basados de una manera u otra en la ficción. El arte tampoco es lo que era. La competencia para alcanzar el destino “glorioso” del arte se ha masificado y vulgarizado hasta dimensiones grotescas. Ya sabemos que nadie lee porque todo el mundo escribe (aunque escriba un espantoso rap, y perdón por el pleonasmo) y hay en potencia tantos escritores como entrenadores de fútbol: algunos gremios han sido especialmente pestíferos, como los presentadores de televisión o los expolíticos metidos a artistas, que aprovechan su popularidad para sacar unos buenos royalties mientras pudren la cultura con sus mediocres productos.

Así, asistimos a una incontinencia artística masiva y todo el mundo cree que tiene algo interesante que decir (y si no lo publica, se lo tatúa en la piel). El viejo ideal vanguardista de unir arte y vida se está consumando pero de una forma inesperada y caótica, como simple corolario de la democracia y la masificación. La autoedición, los talleres de escritura creativa, los blogs, las redes sociales, el negocio floreciente de la literatura infantil, las novelas gráficas, las nuevas series de televisión y los concursos literarios han creado incluso en un país como España una cornucopia de sedicentes artistas que se suman a los tradicionales poetas, dramaturgos y narradores. Los bookstagrammers, liendres obsesionadas por el marketing y pasmosamente ignorantes no solo de la historia de la literatura, sino de las mínimas reglas de la ortografía, constituyen probablemente la peste más expansiva, pero, en general, la hipertrofia de ficciones (y relatos no ficcionales, por supuesto, porque ahora parece que para algunos la literatura es una rama menor del periodismo o de la historia o, peor aún, de la confesión de sacristía) ha saturado la demanda hasta el punto de que, como es lógico, no hay capitales para todos, lo que está generando un nuevo perfil psicológico de narcisista frustrado que podría incluso dar lugar sin demasiado problema a un partido político, una especie de PACMA de la mala literatura.

Al mismo tiempo, la autodefensa de los artistas profesionales que vivieron las vacas gordas de la democracia española y que están obsesionados por no perder sus beneficios les lleva a extremos patéticos en defensa de sus intereses, sospechosamente coincidentes con los de sus financiadores. Los supuestos defensores de la cultura defienden, en realidad, su puesto de trabajo, cosa que estaría muy bien, salvo porque a menudo se olvidan del resto de trabajos de la sociedad y confunden cultura con profesionales de la cultura. Esos artistas habían logrado lo que parecía el sueño secular en un país como España: una profesionalización cómoda, que incluía los truquitos habituales a Hacienda y algunas servidumbres aceptables hacia los medios de comunicación, sobre todo si eran medios modernos y “de izquierdas”. Creyeron que su progreso como gremio les exoneraba de morder la mano que les daba de comer (comer muy bien) y además era un ejemplo del progreso de la España europeísta, socialdemócrata en lo moral y neoliberal en todo lo demás, rendida a la veneración de la plusvalía (con un lema implícito: ¿qué hay de malo en ganar dinero?). Las vacas gordas, por supuesto, tentaron neocolonialmente a muchos artistas latinoamericanos, que desde finales de siglo XX buscaron en España afanosamente el aroma de un nuevo “boom”. Todo tenía su lógica, y nadie lo dijo con más acierto que el bueno de Roberto Bolaño -el último maldito, junto con Foster Wallace- cuando le preguntaron de dónde procede la nueva literatura latinoamericana: “Viene del miedo. Viene del horrible (y en cierta forma bastante comprensible) miedo de trabajar en una oficina o vendiendo baratijas en el paseo Ahumada”(“Sevilla me mata”, Palabra de América, Barcelona, Seix Barral, 2004, p. 19). No hay mejor síntesis de la literatura del nuevo milenio, sobre todo en el caso latinoamericano -aunque en el caso español, yo diría que la mejor síntesis es el glorioso sketch de Muchachada nui sobre Javier Marías y Arturo Pérez-Reverte, mucho más lúcido y valiente que toneladas de papers timoratos e inanes-.

Es cierto que el sistema literario más o menos institucional (editoriales, críticos, escritores hegemónicos) mantiene algunos de sus privilegios, pero sus costuras amenazan con romperse ante la presión de toda una turba de sedientos de egocentrismo que llaman a las puertas y exigen el reparto de nutrientes artísticos para alimentar sus almas necesitadas de lo que creen que es trascendencia estética. La expansión de la sociedad escrituraria está creando una obesidad mórbida de la cultura, perfecta para el consumo descontrolado pero con el riesgo de una probable indigestión o incluso una bulimia cultural como la que a algunos nos ataca de vez en cuando. Además, otros síntomas de la salud cultural también son alarmantes: la degradación retórica, moral e intelectual de la prensa (tan visible en España en el nuevo siglo, donde lo mejor para estar informado es no encender el ordenador o el móvil), la concentración empresarial propia de un capitalismo que cada vez parece menos salvaje -aunque lo siga siendo- y que impone sus reglas cada día con más facilidad, la instrumentalización de una educación a la bolognesa que embrutece con criterios neoliberales y no humanísticos, la desorientación de una izquierda política llena de contradicciones y, no lo olvidemos, la docilidad de un mundo académico atemorizado y precarizado. Volveré sobre algunas de estas cuestiones más adelante, para analizarlas con algo de calma, pero basta por ahora recordar lo que significan, si no como distopía, sí al menos como señal de peligro. Por eso quizá la solución a tanta indigestión cultural radique en hacer metafóricamente lo que jamás haría yo literalmente salvo por razones de vida o muerte: someterse a una cierta dieta, desconfiar de la nueva cocina cultural y sus cantos hedonistas de sirena, es decir, su logorrea.

Porque hay muchos libros que leer y releer y quizá menos libros que valga la pena escribir o publicar (quizá estas mismas líneas tampoco). Porque todos nos hemos creído que podemos ser artistas e intelectuales igual que somos clientes que opinan en la red sobre un producto recién comprado o la calidad de un restaurante. Porque el culto al individualismo narcisista está consolidando la fantasía delirante de que todo está al alcance de todos de la misma manera que todo está en Google. Y lamento decir que no es lo mismo: información no es conocimiento, Dulceida no es igual que Emilio Lledó y no todo el mundo sabe de arte. Un youtuber no se diferencia mucho de los viejos cursos por correspondencia CCC para tocar la guitarra y no sé quién en su sano juicio se dejaría operar de corazón por un médico que no haya pasado rigurosos y estresantes exámenes; pero poco importa eso al parecer, porque la vida es corta y todos tenemos derecho a cumplir nuestros sueños según este concepto de la vida como carta permanente a los Reyes Magos. El ciudadano de hoy es poco más que un accionista –es decir, un inversor- de la vida, y le encanta invertir en el negocio de su arrogancia, en la construcción de su ego, convencido de que puede consumir lo que quiera y de que la vida misma es una gran carta-menú para elegir.

A ese sobrepeso cultural hay que añadir el efecto de las redes sociales, que maximizan la vanidad intelectualoide y convierten en tumefacto el espíritu crítico. No todo es, por supuesto, negativo en las nuevas tecnologías de la comunicación; pero el balance en mi opinión está lejos de ser positivo, o de ser tan positivo como parece cuando los medios, no entiendo por qué, se hacen eco de los tuits de cualquiera por su supuesto ingenio o por su relevancia sociológica, como si fuera ultrademocrático dar voz a los tuiteros. Sin necesidad de insistir en cutres neologismos como el de posverdad (¿es que no sabemos crear conceptos sin prefijos adocenados que en seguida se vuelven obsoletos?), parece evidente que las redes sociales han servido de altavoz para el eructo mental, el totalitarismo larvario, el grafiti de lavabo y la chulería carajillera de barra. Algunas veces el nivel sube y se comparte información útil o aparece algún donaire original, pero lo que más abunda en promedio es el picoteo discursivo, la fragmentación y la superficialidad de los textos comprimidos o descontextualizados, el desinterés por las mediaciones históricas del conocimiento, y en general la atenuación de la siempre incómoda razón crítica, que se ve sustituida por una alegre razón de consumo en la que el lector disfruta leyendo a los de su bando y se indigna leyendo a los contrarios. 

(continuará)

sábado, 23 de marzo de 2024

       OTROS AÑOS DE PENITENCIA

           

            1

Parece que la distopía del COVID se ha diluido y ha sido consumida, como todo en nuestro tiempo voraz y mutante; los profetas del Apocalipsis (muy laicos, esta vez) se equivocaron de nuevo. En lo que a mí respecta, la pandemia fue una experiencia inolvidable en diversos sentidos, pero por suerte todo mi entorno escapó a las uñas heladas de la enfermedad en su versión más grave. Aun así, el COVID me impidió acudir a un funeral en 2020: el de mi maestro y amigo, el poeta y profesor Joaquín Marco, que falleció de cáncer (un segundo cáncer, después de otro que sí superó veinte años antes). Desde entonces, siento que le debo un homenaje, pero también otra cosa, algo así como una sinécdoque: la de Marco como resumen de toda una etapa de mi vida, porque recordarle siempre me lleva a pensar en mis tiempos de estudiante y mis primeras experiencias de profesor e investigador.

Hubo en 2020 diversas necrológicas (por ejemplo, la de Jordi Amat en La vanguardia, que me menciona), todas elogiosas y cálidas, pero temo que no escribir de manera inmediata me da ahora ciertas ventajas, como la de poder hablar sin límites periodísticos ni incitaciones panegíricas. Y, de paso, también me permite ensayar una especie de memorias universitarias, recordando mis años en la Universitat de Barcelona, escasamente gratificantes más allá de los títulos académicos. Es posible que ya no esté yo en la edad de las ambiciones sino en la de las recapitulaciones, y por eso no quiero que se pierdan del todo los recuerdos de esos tiempos, con sus personajes y sus personajillos, algunos francamente detestables.

De hecho, ya un par de años atrás intenté analizar, en un artículo largo y para especialistas, la trayectoria crítica de Joaquín Marco, y diría que lo hice de manera ecuánime, tratando de evitar las bochornosas adulaciones del feudalismo académico español, que han generado documentos vergonzosos como alguna tesis doctoral que circula por ahí. Diría que en ese primer texto no caí en la idolatría y el servilismo; espero seguir libre de esos defectos en estas páginas.

Siguiendo esa pretensión de objetividad, tengo que decir que Joaquín Marco no fue el mejor profesor que he tenido; tampoco fue el mejor especialista en literatura latinoamericana de su época, quizá ni siquiera es el mejor poeta de su generación; incluso diré, honestamente, que nuestra amistad funcionó mucho mejor desde que se jubiló y perdió todo poder cultural o académico, en un proceso que nos acercó y homologó en un estatus de perdedores. Además, a diferencia de tantos otros casos de las universidades españolas, no le debo un dedazo que me permitiera gandulear a costa del Estado con una plaza de funcionario regalada. En realidad, mi amistad con Joaquín Marco pasó dos fases muy diferentes: una primera rígida y fría, en la que lo veía como una solemne figura magistral que en cierto modo contrastaba radicalmente con la de mi padre (que era más o menos de su edad y que no pudo ni completar la educación primaria), y una segunda en la que las jerarquías se fueron difuminando, llegó por fin el tuteo y nos acostumbramos a beber whisky juntos y a alternarlo con la confesión de desengaños de todo tipo. En esa época -en la que, por cierto, mi padre ya no estaba- fue donde pude calibrar mejor la magnitud de sus éxitos (que los tuvo) y de sus fracasos (también) y donde intuí su soledad, esa soledad que, sin duda, es lo que más justifica volver a hablar hoy de él.

No me parece objetable decir que Joaquín Marco fue una figura importante en el ámbito literario, como crítico, editor, poeta y profesor, en los años finales del franquismo y primeros de la democracia. Es fácil demostrarlo bibliográficamente. Aún en 1992, cuando yo todavía era estudiante de licenciatura, organizó en Barcelona un espectacular congreso para conmemorar aquello que se llamó con hipocresía felipista y neocolonial el “encuentro entre dos mundos”. Fue la primera vez que escuché en persona a Mario Vargas Llosa, aunque creo que también estuvieron en el congreso Octavio Paz, Adolfo Bioy Casares y otros muchos (como un tal Juan Carlos de Borbón). Lo que vino después biográficamente solo puede calificarse con objetividad como declive; que coincidiera con el inicio de su dirección de mi tesis doctoral y mi llegada a su despacho como becario es, quiero suponer, una simple casualidad.

En un artículo reciente, Anna Caballé -albacea de su legado y biógrafa, entre otros, de Umbral- trata también de interpretar, con supuesto rigor, la trayectoria de Marco y se pregunta por las razones de esa decadencia; decadencia ciertamente inusual por la que pasó de manera progresiva a una posición marginal en todas las esferas en las que antes había destacado públicamente. Yo también sé que hay un misterio y, desde luego, no tengo las respuestas, pero dudo mucho que Caballé sea metodológicamente la persona adecuada para encontrarlas (se movió mejor, sin duda, en su pelea con Luis García Montero).  


2

Una ética de la docencia (no hablo de pedagogía) implica también una ética del conocimiento basada en algunos valores: uno de ellos sin duda sería el reconocimiento de la deuda con los maestros, incluso si ellos no pueden sentirse ya reconocidos en nuestras palabras. Yo, después de veinticinco años de docencia casi ininterrumpida, sé algo sobre profesores. Veo mi pasado y tengo claro cuáles son las virtudes y los defectos de un profesor. En la primaria, en un colegio público de barrio periférico, tuve la suerte de que uno de mis profesores, el bueno de Pedro Cuesta Escudero (¡un saludo, si milagrosamente Google te lleva a mí!), fuera doctor en historia, lo que suponía un plus de calidad y conocimientos absolutamente inusual para la época. En secundaria, no fui al Jaume Balmes (el más famoso instituto público de Barcelona), pero pude matricularme en un instituto recién inaugurado, el Barcelona Congrés, perfecto ejemplo de los progresos sociales en la Barcelona preolímpica. Eran los tiempos previos a la LOGSE, naturalmente (soy así de viejo); imagino que la mayor parte de esos profesores sufrieron los cambios educativos posteriores y sospecho su frustración ante el desperdicio de los contenidos tan costosamente adquiridos por ellos. De haber nacido unos años más tarde, tal vez no hubieran opositado sino que hubieran entrado como yo en algún doctorado. En cualquier caso, hoy creo que tenían, por lo general, un buen nivel de conocimientos en sus especialidades. Entre las mejores deudas diría no sólo que aprendí el catalán y conocí la literatura catalana (Rodoreda, por ejemplo, aunque no fui justo con Calders), sino que ahí leí el Quijote por primera vez (entero). El latín aún era obligatorio al menos un curso y yo hice tres, lo que a punto estuvo de conducirme a la filología clásica. Nunca aprendí a hacer una raíz cuadrada, pero descubrí a Poe, a Camus, a Steinbeck, a Martín Santos (fuera de las aulas, leía a Hesse, por supuesto).

Vivimos ahora mucho mejor que en aquellos tiempos de balbuceante democracia y complejos ante Europa, pero creo que los profesores se sentían entonces más recompensados por su trabajo y su esfuerzo. El fracaso escolar era significativo; sin embargo, varios profesores de universidad salieron de aquellas aulas, aunque también hubo algún skinhead que pasó por la cárcel. De los problemas educativos de la España actual hablaré tal vez otro día con calma. Del bullying que sufrí y del que hice (porque de las dos cosas hubo), también.

Cuando entré en la universidad, sentí una inicial fascinación, impregnada difusamente de ascenso social. No era ya el mundo de la protagonista de Nada, pero debo decir que, frente al aberrante y temible servicio militar obligatorio, la universidad era para mí la perfecta antítesis, la alternativa para una adultez libre e ilustrada, con la que quería ordenar algunos caos interiores y una rebeldía a ratos comunista y a ratos existencialista. No negaré que los rituales de lo que parecía una casa de altos estudios me hicieron sentir a la vez humilde y ambicioso; vi que otros poseían el conocimiento y deseé adquirirlo. Los profesores masculinos llegaban, casi sin excepción, trajeados y encorbatados a clase y, en la tradición de la lección magistral, esperaban medievalmente a que se hiciera el silencio absoluto en el aula para empezar a hablar (dictar, en la mayoría de los casos). Aún se podía fumar en los exámenes, e incluso alguna profesora, Victoria Cirlot (hija del poeta Juan Eduardo) fumaba orgullosa, ilegal y sensualmente en clase (nada que ver con el ridículo espectáculo apologeta del tabaquismo que le he visto en otros lugares recientemente, por ejemplo, a Francisco Rico).

Debo decir que en los primeros tiempos para mí la lección magistral tenía, cómo decirlo, aura. Y el famoso patio de Letras donde habían estudiado Carlos Barral, Jaime Gil de Biedma, Manuel Sacristán o Juan Goytisolo guardaba (sobre todo en el bar del sótano) alguna reminiscencia de tiempos más oscuros pero también más heroicos. Entre los profesores legendarios que se dejaban ver por el patio mi preferido era José María Valverde, aunque no recuerdo haber asistido a sus clases, y lo cierto es que no sé por qué, ahora mismo. Tampoco fui alumno de José Manuel Blecua, el patriarca del clan filológico de los Blecua, pero me lo crucé muchas veces ya como becario cuando él estaba jubilado y se veía tiernamente viejo; ni fui alumno de la otra leyenda, Martín de Riquer, cuyo prestigio totémico abrumaba más o menos igual. Sí tuve a Antonio Vilanova (que perdió en 1959, junto a Guillermo Díaz-Plaja, una histórica oposición a titular frente a Blecua) en doctorado; tengo buen recuerdo de sus clases, pero no de sus diversos discípulos, todavía dominantes hoy, por desgracia. En aquellos años no habían cambiado de universidad Rafael Argullol (el sex-symbol del profesorado, diría yo) y Jaume Vallcorba -el fundador de El Acantilado y Quaderns Crema-, un profesor caótico pero lleno de entusiasmo contagioso. Había también asignaturas exóticas: estudié euskera con un experto, Ibon Sarasola. Debo decir que saqué la nota más alta y sin embargo no fui capaz de aprender más de tres o cuatro frases que hoy ni recuerdo.

Sin embargo, el aura fue poco a poco deteriorándose. Aprobar era tan fácil que hacía verosímil la leyenda de que una mula, matriculada en broma, aprobó la carrera. Poco esfuerzo me costaba sacar buenas calificaciones y (sé que no debería decirlo, y menos aún presumir de ello) me acostumbré a preferir el futbolín a las clases. Adquirí poco a poco una actitud ambivalente hacia la intelectualidad y jugué a la coquetería de ser iconoclasta y provocador. La admiración por los profesores decayó, y no lo atribuyo únicamente a mi creciente narcisismo de escritorcillo pretencioso. No quiero excederme ajustando cuentas con los muertos, pero lo cierto es que empecé a encontrar profesores cuyo prestigio me parecía absolutamente incomprensible, como el sedicente poeta Lluís Izquierdo (y eso que yo no conocía entonces su pobrísimo currículum académico). Igualmente, me di cuenta del atraso colosal en cuestiones como teoría literaria o lingüística (por ahí andaba un tal Sebastià Serrano, que acabó grotescamente de tertuliano en las tardes de TV3). En literatura latinoamericana sucedía lo mismo, aunque tardé más en descubrirlo. En realidad, esas deficiencias eran generales en todo el sistema universitario español, más franquista en cierto sentido que el ejército, que se había modernizado algo, al menos. Con los años, descubrí y catalogué los puntos débiles de muchos profesores: no sólo su absoluta y chulesca incapacidad didáctica, sino su falta de seriedad a la hora de cumplir, por ejemplo, con los horarios; su fatuidad y su vanidad, que no podían encontrar respaldo en currículos caseros e inflados gracias a revistas o editoriales nepotistas (sin excluir abundantes autoplagios, refritos, libros propios puestos como lectura obligatoria, etc.); y, por encima de todo, el inverosímil lloriqueo por supuestos agravios o injusticias, tan incoherente con lo ligero de su jornada laboral y el valor económico de sus escasas horas de trabajo, completadas habitualmente con los sobresueldos de las reseñas en prensa y conferencias repetidas hasta la saciedad. Ya en el doctorado, conocí desde dentro el sistema de prevaricaciones disimuladas que sostiene la mayoría de los privilegios; Andrés Sánchez Robayna, otro antiguo alumno, lo explicó en uno de sus diarios (Mundo, año, hombre. Diarios, 2001-2007, Madrid, FCE, 2016, pp. 210-211). Álvaro Salvador, Javier Aparicio Maydeu, Domingo Ródenas, Jordi Amat y otros muchos, todos mejores que yo, han sido damnificados en mayor o menor medida por ese sistema, el más endogámico que he conocido en mi vida académica. Y que ha tenido consecuencias no sólo en la formación de generaciones de filólogos, sino también en un ámbito como el de la crítica literaria, donde esa universidad -más que otras, seguramente- ha aportado (salvo un par o tres de excepciones) críticos en su mayoría nocivos y lerdos, con criterios escasamente fundamentados y una óptica lectora predeterminada por esos mismos cínicos privilegios, responsables en no poca medida de lo peor de la evolución de la literatura española de las últimas décadas. 

Es, efectivamente, el mundo que tanto echa de menos Jordi Llovet (otro que tal) en su melancólico y llorica Adiós a las humanidades, libro que solo puede engañar a los ilusos que no conocen por dentro el sistema clásico del clientelismo universitario español, que está muy bien, desde luego, cuando te beneficia a ti (como en el caso de Llovet). Yo, en cambio, no tengo la misma perspectiva y creo que la universidad que conocí todavía mantenía muchos de los hábitos sórdidos que cuenta Carlos Barral en sus memorias. O los de los tiempos de la pobre Andrea, de la novela de Laforet. De ahí que el médico me prohibiera ver esa serie horrible y cursi, Merlí: Sapere Aude, filmada en unas aulas para nada entrañables.


3

¿Y los estudiantes? Como es lógico, había mucho estudiante -yo uno de ellos- contagiado de sarampión literario. Por ahí circulaba, siempre malhumorada, una estudiante que hoy es traductora y que está obsesionada con que Rafael Chirbes le plagió su novela Crematorio. También, creo recordar, se dejaba ver Sabino Méndez, así como uno de los dos miembros del dúo musical Astrud. Con mis amigos Ricardo Fernández Romero -hoy profesor en la universidad de St. Andrews- y Rudolf Ortega -lingüista y columnista en prensa-, fundamos en los últimos años de carrera una revista literaria en la que volcamos nuestros caprichos neobohemios y jugamos, algunos más que otros, al malditismo. La revista (que era bilingüe y vagamente anarcoide) fue, evidentemente, un fracaso, pero en ella colaboraron de una manera u otra nombres como los de Javier Pérez Andújar, Toni Montesinos o Francesc Fuguet, que después han publicado y bastante, junto a un Parnaso de sujetos sin prosperidad literaria pero con personalidades en ocasiones excéntricas, como algún que otro neurótico en estado avanzado, algún genio malogrado y algún que otro friki en tiempos en los que no existía ni siquiera el concepto. Con todo, para mí aquella revista tan amateur fue un primer contacto con los lectores reales; apenas había en aquel entonces talleres literarios ni másteres de escritura creativa, o sea que fue un buen aprendizaje para pulir el oficio y sobre todo recibir críticas (y más aún: indiferencia, algo muy instructivo a la larga).

Ya entonces abundaba el independentismo, aunque creo que era menos potente que en la Universitat Autònoma. No era difícil encontrar a los atorrantes piojosos que jugaban a hacer política y seudorrevoluciones de litrona y pañuelo palestino. Por suerte, todavía la universidad no se había rendido al independentismo, como sí hizo cuando ofreció sus instalaciones para la infamia sediciosa del 1 de octubre de 2017, en una perfecta demostración de los delirios del momento. Lo más gracioso es que entre aquellos politicuchos de mis años de estudiante no figuraba, que yo recuerde, una de las alumnas más célebres de mi promoción, y no precisamente por motivos admirables: me refiero a Laura Borràs, la expresidenta del Parlament de Catalunya y una de las voces más reveladoras del fanatismo independentista. No recuerdo hablar nunca con ella, aunque tenía cierta notoriedad, en parte por su físico singular y en parte por la fama de empollona ambiciosa. El resto de su carrera académica es bastante conocido, y Jordi Llovet sabe mucho al respecto. No diré nada, no sea que se entere Gonzalo Boye.

Pero nuestra promoción aún tenía otra figura ilustre, que seguramente ha acabado siendo el escritor más famoso surgido de la universidad en las últimas décadas (con permiso de A.R-F.): Jorge Javier Vázquez. Tampoco hablé mucho con él, aunque sí tuvimos amigas comunes. Admito que fue toda una sorpresa descubrirlo en Aquí hay tomate, muchos años después. Su elocuencia y su capacidad para la ironía sin duda revelan huellas de filólogo; otra cosa es la notoriedad que incomprensiblemente ha adquirido como ejemplo de una supuesta izquierda televisiva. En cualquier caso, hoy en día utilizo su caso en mis clases para contrastar dos modelos de éxito con los estudios filológicos: el suyo y el mío. Dos Españas, dos mundos, dos universos.

 

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Recibí inesperadamente una beca predoctoral de formación de investigadores de la Generalitat en 1994 para estudiar la obra de Ernesto Sabato; la beca era inesperada, entre otras cosas, porque existía el prejuicio (casi digno de El Mundo) de que la Generalitat no concedía becas para investigación en español, o concedía menos. Yo había renunciado a Cervantes como tema de tesis, acomplejado por la magnitud del tema, y me pasé al boom latinoamericano, que me pareció la única alternativa lo bastante estética para mi ego. Elegí a Joaquín Marco como director de tesis; era el único del departamento con algunas credenciales latinoamericanistas. Había prologado o editado libros de o sobre Cortázar, García Márquez, Borges o Neruda, y eso parecía mucho en aquellos tiempos en los que no había en Cataluña ni siquiera una cátedra de literatura latinoamericana.

Sabato, en realidad, no le gustaba nada a Marco, mucho más devoto de Borges y poco amigo de existencialismos y tormentos metafísicos, como pronto descubrí. Y tampoco diré que mi elección de tema fuera muy vocacional: ahora ya puedo reconocer que escogí a Sabato porque era el único autor cuya obra narrativa completa conocía, lo que era muy importante a la hora de preparar con prisas un proyecto de tesis y cumplir con los plazos del papeleo.

Yo no me daba cuenta de nada, pero Joaquín Marco ya había iniciado su caída, agravada en poco tiempo por varios problemas graves de salud, que le obligaron a dejar de fumar en pipa, uno de sus hábitos más intimidadores para un joven dubitativo como yo, que empezaba a ser tentado entonces por la seguridad profesional y personal de la carrera académica. De cualquier forma, Joaquín Marco era entonces la persona socialmente más importante que yo había conocido: un hombre que había llenado el Paraninfo de la universidad presentando a Jorge Luis Borges, que había participado en la caputxinada, que había formado parte del “comité de los sabios” de Seix Barral, que era amigo de uno de mis escritores españoles preferidos (Manuel Vázquez Montalbán), y que guardaba en su casa la copia mecanografiada del original de Cien años de soledad, que Carmen Balcells le confió (o regaló, nunca lo supe bien) para que Pere Gimferrer hiciera la primera reseña de la novela en España, en la revista Destino.

No sé muy bien por qué, pero nunca llegué a ver esa copia, aunque no tengo dudas de que existió. Sea como sea, Joaquín Marco parecía a mis ojos incautos una puerta de entrada ni más ni menos que a los mitos de la literatura en español de la segunda mitad del siglo XX, a pesar de comportamientos difícilmente aceptables para mí como el hecho de que publicara de manera regular en ABC. El tiempo matizó esa imagen inicial de gran catedrático, por supuesto; a medida que pasaron los años empecé a relativizar los méritos y a cribar las leyendas, del mismo modo que supe su implicación nada inocente en algunas conductas clientelares de la universidad. Pero mis primeros desafíos a la auctoritas llegaron por la vía política, curiosamente. Antes dije que Marco era en aquellos años la persona más importante que yo había tratado asiduamente; creo también que era la más rica (hasta que conocí algunas fortunas mexicanas, claro). Su trabajo como editor en Salvat le había permitido un patrimonio impresionante para mí. No era de extrañar por eso que discutiéramos sobre Julio Anguita, al que yo defendía con entusiasmo y admiración en los tiempos finales del felipismo e iniciales del aznarismo. En esos momentos, era clarísimo en Marco el resentimiento de excomunista que pasó por la cárcel a principios de los sesenta y que se hartó después de la disciplina de partido. Yo podía entenderlo, pero mi obligación moral era defender a Anguita de todas las campañas injustas en su contra. Lo que no suponía yo es que treinta años después, los nombres de aquellas diatribas, Cristina Almeida y Diego López Garrido (capitanes del submarino anticomunista, aliados con el nefasto Rafael Ribó) se reencarnarían en Íñigo Errejón y Yolanda Díaz. Pero no insistiré en esas cíclicas traiciones de la socialdemocracia, porque ese es ya otro tema, mucho más mugriento.

Poco a poco, fui humanizando la figura del maestro y se niveló nuestra amistad. Se convirtió en la primera y única persona que ha prologado uno de mis libros, pero, por encima de eso, mi interés pasó del erudito institucionalizado al hombre de carne y hueso -tan sabio como vulnerable-, y del mito inicial quedó lo esencial: una experiencia vital larga y apasionante, en el cruce de lo catalán, lo español y lo latinoamericano (el mismo lugar en el que me siento yo ahora, seguramente). Y a ello habría que añadir más de cincuenta años de publicaciones, por ejemplo. De ahí mi certeza de que él era una profecía encarnada, una advertencia de la vanidad de las glorias literarias y académicas. 

Tal vez, como el propio Carlos Barral, Joaquín Marco vivió amargamente el hecho de no ser por encima de todo un poeta. Desde el cambio de siglo, percibí su progresivo desencanto y sus reacciones a esa evidencia. Reacciones casi siempre equivocadas, a mi juicio: el exceso de orgullo o el victimismo (tan típico de algunas figuras letradas españolas), por ejemplo. Es cierto que confió, en lo emocional y en lo profesional, en personas que no estuvieron a la altura. Pero tampoco le negaremos sus propios errores. Otra cosa es que yo quiera explicarlos aquí, en detalle. Yo también me he equivocado muchas veces y prefiero que me recuerden como recuerdo hoy a Joaquín Marco: como un amigo con una de las vidas más interesantes que he conocido. Aprendí mucho de él, en la universidad y fuera de ella. Y mi homenaje puede no ser perfecto, pero al menos es sincero.

Durante los últimos años de su vida trabajó en unas memorias que no terminó y que seguramente no saldrán a la luz nunca. No tenemos, por tanto, esos recuerdos, que podrían conformar una travesía por varias Españas muy diferentes entre sí. Solo espero que los recuerdos míos planteados aquí ayuden a atenuar ese vacío.


domingo, 17 de marzo de 2024

NOTAS DEL DESPRENDIMIENTO (I) 

¿Empezar un diario? ¿Para qué? ¿Para hacer el ridículo compitiendo con Piglia o Chirbes?

El ejemplo de estos dos creadores ya patrimonialmente anagramáticos me llena de perplejidad. El entusiasmo con el que se los relee y se aprende de su elocuencia post mortem es un fracaso en el que nadie repara. Parece que necesitamos que nos hablen los muertos, ya que los vivos aportan poco. La fiereza crítica, la sagacidad, la coherencia quedan así mejor domesticadas. No niego los méritos intrínsecos; solo me preocupa lo que tienen de retroceso de arma de fuego. Ingenuamente, algunos creen que con esos diarios se llena un vacío reflexivo-crítico. Grave error: el vacío ya sucedió y no se puede rellenar ahora. Lo no dicho cumplió su función deprimente. De poco sirve la redención actual.

Por suerte, yo aún no estoy muerto.

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Volver a la lucha, después de unos años satisfactorios en otros sentidos. Porque la lucha en las aulas no es suficiente, por desgracia. Y el mercado me ha segregado de manera quizás definitiva. Soy como una cinta de casete esperando la segunda vida vintage.

Necesitamos intensificar la lucha literaria, aun a riesgo de erupción narcisista. Vista la indolencia de mis colegas de profesión (y no me refiero solo a los críticos mamporreros), vista la logorrea actual, visto también el peligroso aplanamiento cultural de nuestro tiempo, me parece oportuno experimentar de nuevo con la prédica en el desierto. Porque la metáfora del desierto es más reveladora de lo que parece.

No hay nada que perder porque la batalla está perdida. Razón de más para defender la razón. Aun a costa de caer en lo que es más que un susurro entre el ruido global.

Veremos qué tal.

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Confesaré ahora alguna envidia y después la matizaré.

Veo (y conozco) a lectores verdaderamente tenaces, que presumen, justificadamente, de leer más de un libro a la semana. Algunos han asumido el rol de sherpas para sobrevivir al supermercado actual de la cultura; no lo hacen del todo mal. Es posible que necesitemos contrarrestar el efecto negativo de booktubers y goodreads con la exposición de lecturas honestas y con un mínimo de criterio. Creo, de todos modos, que esos lectores pueden estar cayendo en una trampa: les gusta tanto la literatura que ya no ven la mala literatura. Disfrutan tanto de su labor de arbitraje que carecen de fuerza para salir de unas reglas de juego que ellos no han decidido y que no se atreven a cuestionar. Sus percepciones están fuertemente automatizadas y no se dan cuenta de sus necesidades de ostranenie.

Para bien o para mal, no va a ser, desde luego, mi caso. Defiendo metodológicamente una alergia preventiva a la novedad como primera fase de una cierta moral de resistencia literaria. Las compulsiones consumistas son muy penetrantes y es difícil escudarse frente a ellas: todos los días se nos insiste en la nueva serie de Netflix que HAY QUE VER o la novela de Anagrama que es un MUST. Es una situación penosa y francamente irritante, ante la cual el desprecio verbalizado no parece suficiente. En ese sentido, yo mismo veo mi obsolescencia a la hora de reclamar las virtudes de cierto distanciamiento, pero no se me ocurre otra cosa que perseverar en la derrota.

La petrificación de lo nuevo debería hacernos pensar en la victimización lectora de nuestro tiempo. Pero es una cuestión más seria: leer más textos, aunque es obviamente positivo, no garantiza el conocimiento sobre el estado actual de la literatura. Yo diría que necesitamos trabajar con unidades más complejas (sumas de textos creativos y críticos, tomas de posición políticas y mercantiles, etc.), en vez de la atomización lectora de tal o cual catálogo.

En otras palabras: que no pienso reseñar novedades, salvo cuando crea que hay algo realmente interesante. Que nadie espere que hable de lo nuevo de Murakami, o lo nuevo de Mariana Enríquez, o lo nuevo de Cercas. 

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 El desprendimiento: esa es la metáfora elegida, para bien o para mal. No es solo que yo me esté desprendiendo de ciertas conductas literarias (la ansiedad utópica, la resistencia clasicista y melancólica, el resentimiento justificado pero a la larga inofensivo para los triunfadores del sistema), sino que el proceso es bidireccional: es la literatura, con sus nuevos guardianes y su nueva avanzadilla, la que se desprende de mí, convirtiéndome en algo residual, fácilmente eliminable. No llego ni a ser una piedra peligrosa que cae por una ladera; soy un guijarro más de los muchos que van cayendo.

Cómo encontrar un camino justo que evite el lloriqueo y preserve la dignidad ética y estética: ese es el reto. Quizá el mutuo desprendimiento permita un reencuentro en otras condiciones. O quizá no.